En mi opinión personal, y desde un punto de vista alfabético, el idioma castellano no tiene mayor particularidad al compararlo con otras lenguas occidentales que usan el alfabeto romano. No tenemos las Ø de los noruegos, ni las refinadas Ç francesas. Ni siquiera en fonética y pronunciación nos enrollamos mucho la vida: las “A” son “ahh”, las “E” son siempre “eeh”. Tampoco somos unos exagerados en la yuxtaposición de consonantes, como por ejemplo los polacos que para decir “lombriz”, dicen “dżdżownica”, o los húngaros que para brindar no dicen “¡salud!” sino “Egészségünkre”.
Sin embargo, existe un sonido que los franceses e italianos escriben “gn”, los pueblos de Europa Oriental (entre otros) lo denotan “ny” y los portugueses “nh”, pero que en la patria de Cervantes se ha merecido su propia letra: la eñe. Antes de su existencia, la eñe era algo así como una “ene al cuadrado” (nn), y cuenta la historia que para ahorrar esfuerzo y tinta, le crearon ese bisoñé que responde al nombre de virgulilla.
Dirán que revoloteo sobre lo obvio, que medito sobre lo absurdo, pero en la eñe puedo observar más que un simple fonema.
No debe de ser casualidad que algunas de las palabras que caracterizan a los hispanohablantes a nivel internacional llevan a la muy menospreciada eñe, ¡incluyendo el nombre del país donde se originó el idioma! ¿Qué sería de México y otros pueblos de América latina sin la eñe en sus piñatas? ¿Tendría tanta resonancia nuestra frustración, rabia o impresión si no pudiésemos exclamar un ¡coño! que rebote en las paredes? ¿Cómo llamaríamos a ese ciclo de 365 días que usamos para dar una unidad al paso del tiempo y no confundirlo con una referencia al final del aparato digestivo humano? Ni hablar de los gentilicios de tantísimas regiones del mundo como los panameños, caribeños, hondureños, curazoleños, entre otros.
Podría pasar todo el día citando los ejemplos en donde la modesta eñe es el condimento que da sabor a nuestra lengua, una aureola torcida o un copete que flota por encima de la N que nos identifica en un océano de idiomas, y que si bien no corre el riesgo de extinguirse por completo (pues implicaría un rediseño completo del castellano, lo cual lo vendría convirtiendo a su vez en otra lengua totalmente diferente) se ha ido apartando del uso casual, y ha sufrido varios reveses motivados en gran parte por la estandarización de la tecnología.
¿Cuántos de nosotros, miembros de una generación virtual, nos molestamos en cambiar la configuración del teclado de nuestras computadoras importadas al español? ¿Quién te escribe mensajes de textos con eñe? He sostenido larguísimas conversaciones por MSN que, a pesar de ser realizadas en perfecto castellano, por limitaciones técnicas han sido extirpadas de la eñe.
¿Cuántos de nosotros, miembros de una generación virtual, nos molestamos en cambiar la configuración del teclado de nuestras computadoras importadas al español? ¿Quién te escribe mensajes de textos con eñe? He sostenido larguísimas conversaciones por MSN que, a pesar de ser realizadas en perfecto castellano, por limitaciones técnicas han sido extirpadas de la eñe.
Así pues, y tal como admitiría la argentina María Elena Walsh, la costumbre ya se ha probado el verdugo de elementos de nuestro idioma como los signos de apertura exclamativa e interrogativa (¿,¡) y no han faltado quienes consideran obsoleto el uso de la eñe, tal como lo prueba una controversial petición de la Unión Europea a España para que eliminara su uso.
¿Por qué no eliminan su umlaut (ü, ë) los alemanes o el rabito de la cedilla (ç) los franceses? ¿No se trata también de una herencia germánica o visigoda obsoleta que podría perfectamente ser denotada con otra letra del alfabeto? Citar a Gabriel García Márquez es oportuno, pues el Premio Nobel corrige a aquellos que sugirieron que la eñe era un carácter anticuado cuando escribe: “la eñe no es una antigualla arqueológica, sino todo lo contrario: un salto cultural de una lengua romance que dejó atrás a las otras al expresar con una sola letra un sonido que en otras lenguas sigue expresándose con dos”.
¿Por qué no eliminan su umlaut (ü, ë) los alemanes o el rabito de la cedilla (ç) los franceses? ¿No se trata también de una herencia germánica o visigoda obsoleta que podría perfectamente ser denotada con otra letra del alfabeto? Citar a Gabriel García Márquez es oportuno, pues el Premio Nobel corrige a aquellos que sugirieron que la eñe era un carácter anticuado cuando escribe: “la eñe no es una antigualla arqueológica, sino todo lo contrario: un salto cultural de una lengua romance que dejó atrás a las otras al expresar con una sola letra un sonido que en otras lenguas sigue expresándose con dos”.
Es entonces que conviene evaluar cuánto valoramos el idioma que hablamos, si preferimos seguirlo extirpando de su identidad (y por consecuencia, de la nuestra) o, cual traje de etiqueta, elegimos lucirlo en todo su esplendor. Modesta, pequeña y para muchos irrelevante, va más allá de toda discusión que la eñe es un pilar que sostiene el idioma castellano y omitirlo o despreciarlo significa demoler lo que ha perdurado con el paso de los siglos.
Ahora me disculpan que me retire, pero tengo un plato de ñoquis y un vino añejo que me esperan.
Ahora me disculpan que me retire, pero tengo un plato de ñoquis y un vino añejo que me esperan.
que viva la Ñ COÑO :)
ResponderEliminarñoooo.... vale 👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻
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