Después de
días de espera, llegó la caja.
Al
principio, la contemplaba con intriga y fascinación: sabía que lo que había
deseado por tanto tiempo se encontraba adentro, y de algún modo no estaba listo
para abrirla. La llevó a la sala de su casa con mucho cuidado, como si dentro
del paquete no hubiese nada protegiendo la fragilidad del contenido. Chequeó
las etiquetas, verificando que en efecto – y como si pudiese ser de otro modo –
era el paquete esperado. Luego, sus dedos se deslizaron sobre las solapas de la
caja, buscando ese punto débil que todos los paquetes tienen, el que permite
desentrañar los secretos de su apertura.
Decidió que buscando un cuchillo
evitaría dañar la preciada - ¿preciosa? – caja. Desde siempre había procurado
mantener las cajas de sus cosas más valoradas en un estado tan inmaculado como
la cosa en sí. No concebía el sutil arte de la posesión de objetos de otra
manera.
Una parte de su ser intentaba sacar
lo antes posible el contenido de la caja; otra se deleitaba con los bordes de
cartón, los trocitos de styrofoam, y
las envolturas plásticas que arropaban al objeto que estaba dentro. Le
sorprendió la ausencia de manuales de instrucciones, no tanto porque no supiese
usar el objeto que recibía, sino porque hojear esos instructivos formaba parte
de su minucioso ritual de posesión. La nueva experiencia desempaquetadora era
tan minimalista como la cosa recibida.
Dudaba sobre qué era exactamente lo
que le hacía sentir tanto gusto. Se resistía a verse como un ser manipulable
por las argucias del marketing, pero
no podía negar que había algo en el pequeño logotipo que le hacía sentir como
el invitado de honor de algún spa
caribeño, o incluso como el ganador de algún prestigioso premio. Era una
recompensa, una señal de la vida que le decía: “aquí tienes esta cosa, para que
le encuentres sentido a tu existencia”.
Pero parte de él, una tercera (¿o
cuarta, quinta quizá?) sabía que todo era una ilusión. Que la cosa – o las
cosas – no iban a darle sentido a nada. Que el objeto y la caja eran
absolutamente irrelevantes en el gran esquema de las cosas. Que todo,
absolutamente todo, era irrelevante
en el gran esquema de las cosas. Incluso el gran esquema de las cosas.
Especialmente, insistía esa odiosa parte de su ser, el creer que había un gran
esquema de las cosas.
Pero las otras partes silenciaban a
la aguafiestas, la amargada, la que no podía darse el gusto de disfrutar de nada.
Las otras partes estaban de fiesta, porque habían recibido un objeto anhelado.
Un objeto que con el sudor del trabajo llegó por fin a materializarse en el
esquema, en su minúsculo, irrelevante, inconsecuente e ínfimo esquema de las
cosas que significaban todas las razones que se pueden tener para vivir.
Así, al menos, había sucedido la
mayoría de las veces, hasta ésta.
Con el objeto ya en sus manos y
todas las menudencias de la caja regadas por doquier, se dejó caer en el piso y
se olvidó de todo y de todos, incluso, poco a poco, de lo que quedaba sí mismo.
Su ser se seguía deleitando – ¿atormentando? – pensando en cosas, paquetes,
envíos y compras; tanto, que al momento de suicidarse no se sentía ya humano,
sino otra cosa más en un mundo de comerciales, cajas, logotipos, productos y esquemas irrelevantes.
Aun cuando aparente estar guardado dentro de este cachivachero, el texto nos habla desde afuera, en el límite de todo: el borde de las cajas, el umbral de las puertas, la difusa frontera entre el sentido y el sinsentido, donde muchos temen pisar.
ResponderEliminar¿Y qué puede decir el Cadáver que suscribe? Que ese texto le recordó muy mucho aquella experiencia narrada por Fernando Vallejo, en "Los días azules", cuando entró por primera vez a la "Biblioteca Piloto".
ResponderEliminar¡Ay, cojones! Que he aparecido como "Anónimo" y no como "Don Cadáver". Hay que joderse con estas dizque nuevas tecnologías.
ResponderEliminarMonse
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