Unos sabios antiquísimos, de esos que nadie recuerda, escribieron en crujientes papiros que ya hoy sólo son moho, que en el momento de la creación del ser humano merodeaban por el cosmos unos seres de animosidades grisáceas e ímpetus oscuros que gritaban en tonos menores. Y como su vida se limitaba a las sombras del Vacío, querían que Él reconociera su existencia, pero vencidos por su impaciencia, resolvieron colarse en el secretísimo caldo que se preparaba en las más sagradas cámaras de Sus estancias. Y entre la divina sustancia, hecha de las más nobles partículas que podrían encontrarse en las anchuras del infinito, se mezclaron aquellos oscuros seres, y pasaron a formar parte de la brillante arcilla que daría origen a nuestra especie.
Al crear, al fin, al tan ansiado figurín, Su regocijo fue tal que llenó de música los Catorce Cielos e incluso las vacías esquinas de los profundos Cinco Sótanos. Pero en medio de Su luminosa alegría no advirtió Él las extrañas sombras que se movían detrás de las pupilas del hombrecito, quien aún permanecía inmóvil, pues no había recibido el hálito dorado que le permitiría moverse con elíptica libertad en su nueva y redonda morada, un globito flotante que albergaba Sus más recientes creaciones y era el orgullo de Su inmensidad.
Y comenzó el sempiterno movimiento de las orbes cósmicas, de aquel elaborado juguete que le había tomado seis días enteros crear (aunque nadie sabe cómo se miden los "días" en Su mundo, o si Su mundo es siquiera un mundo, y se debe creer que más bien son cosas a los que los sabios no tenían cómo llamar y simplemente optaron por usar sus propias y minúsculas medidas para explicárselo a los suyos) y que aún después de haberlo creado, le dedicaba casi todo su tiempo, que también era infinito y por tanto no podía dedicárselo todo en realidad, pero ya entienden.
En fin, cuando empezó a girar aquel parapeto se dio cuenta de que algo no estaba de acuerdo a Su plan, que el muñequito se comportaba de una manera extraña, haciéndose daño a él mismo y a la pequeña multiplicación de su esencia. Aquello ciertamente Le alarmó, ya que si las cosas no iban de acuerdo a Su plan, ¿de acuerdo al plan de quién podrían ir? Es sin duda uno de los problemas de sentir ansiedades paranoicas cuando se es omnipotente.
Y con una exclamación en metálico crescendo que retumbó en cada rincón del (ya no tan) Vacío, reunió a su numerosa corte de heraldos alados a ver si alguno sabía qué podría haber ocasionado semejante anomalía y cómo era posible que hubiese escapado de Su visión multidimensional e infinita. Unos adelante, los de mayor rango, portadores de coloridas alas de plumas brillantes como las de brillantes pavos reales, y otros atrás, los pequeños y juguetones querubines, de alas pequeñas con plumas blancas como de ganso (que no de cisne, pues aquellas estaban reservadas para una jerarquía superior dentro de Su corte, algún angelino o arquerubín). El hecho es que todos temblaban por dentro de saber que Él estaba furioso y desesperado, y Su rabieta incandescente les cegaba la vista.
Pero había entre el alado séquito un par de ojos voladores y alas de refulgente rubí que no sentían el pavor que Su ira provocaba ante sus compañeros. Y sucedía que desde hacía mucho tiempo que venía contemplando Su obra, y era pues que, en secreto, había estudiado lo suficiente Su creación como para atreverse a sugerir lo que podía estar sucediendo en aquella esfera verdiazul donde el hombrecillo injuriaba Su nombre y atentaba contra Su plan de armonía y orden cósmico.
Y la voz de quien lucía las alas escarlatas resonó con decisión ante el mutismo que Su presencia inspiraba, y con su timbre que sonaba como flautines pastorales se dispuso a explicarle que unas extrañas y sombrías criaturas se habían colado en Su obra en algún momento, quizá en aquel día, ése en que anunció que descansaría, o quizá en un día anterior, cuando se ocupaba de crear el mosaico de algún caparazón o de retocar el diseño de alguna amapola.
Ante la mirada atónita de Sus alados súbditos al escuchar sobre aquel imprevisto, y al ver que en el rostro en medio de aquellas rojizas alas se iba dibujando una mueca extraña, una que en toda Su eternidad no había visto, una que por primera vez le señalaba que dentro Su infinita existencia aún habían cosas que ignoraba y que podían escapar de su mirada omnipresente, no supo qué decir. Y en un silencio que aturdió al universo bajó su mirada al sirviente que había tenido la osadía de cuestionar Su perfección.
Los amarillentos ojos del que poseía las alas rojas sintieron el calor de la omnipotencia, y ya no le resultaba tan sencillo hablarle como si se tratara de un igual. Abismado ante Su inmensidad, intentó excusarse, aclarando que solamente se remitía a decir lo que había visto, algo que podría comprobarse fácilmente, tan solo examinando al controversial figurín y extirpando lo que ahora era la esencia licuada de las criaturas sombrías que formaban ahora parte de él.
Pero fue inútil: Él ya no le escuchaba, y lo reprendió fuertemente ante sus compañeros por cuestionar Su omnipotencia, Su omnipresencia, y Su capacidad de conocer todas las preguntas y todas las respuestas posibles, y Su llameante ira llenó por un instante todas Sus estancias, incluso los Cinco Sótanos, que prendieron en fuego con llamas que perdurarían por toda la eternidad, tiempo que solamente Él sabe cuándo llegará.
Y allí fue donde se expulsó al de las alas rojas por sugerir que Él, cuya mayúscula en cada uno de sus pronombres es señal de Su incuestionable divinidad, había cometido un error. Y tanto calor hacía en aquellas estancias llameantes, que su llanto no producía ya las resplandecientes lágrimas de antaño porque se evaporaban, y pronto su desasosiego se convirtió en ira; pero no contra Él, cuya omnipotencia seguía abrumándolo y en secreto le hacía temblar, sino contra Su obra, aquél torpe hombrecito que por su luz jugaba a vivir y por su oscuridad jugaba a matar. Y maldijo al figurín, y a las sombras escurridizas que quizá por ser Él tan enorme y omnipresente no podía ver.
Y si antes sólo sus alas eran rojas, todo él se había vuelto rojo de fuego, rojo de calor, rojo de locura y rojo de frustración, y solamente sus pupilas retuvieron el color que poseían antes de ser confinado a los antaño fríos Cinco Sótanos, y con aquellas amarillentas orbes abiertas como su pensamiento juró que no descansaría hasta demostrar que habían sombras dentro de los hombres, y que Él se había equivocado.
Y cada vez que muere un hombre, y su luminosa esencia se reúne con Su omnipotencia, el Expulsado extrae de la abandonada carcasa aquellas minúsculas sombras y las lleva a sus infiernos, esperando que algún día tenga de nuevo la oportunidad de presentarlas ante Él, y que quizá se retracte de su castigo, y reconozca que se distrajo y cometió un error. Y las viscosas criaturas aún gritaban en su lengua gutural que sonaba a arcáicos contrabajos, frustradas de no haber logrado que Él les reconociera tampoco, y anhelando el momento en que el Rojo probara su existencia ante Él. Pero demasiado tiempo ha pasado, y nadie recibe sus incontables pruebas documentadas en sobres ardientes ni sus apelaciones a las Cortes Azules.
Sabe que le han olvidado, y ha comenzado a pensar que ha sido más útil para el universo el tenerlo en los ardientes recovecos adonde había sido confinado. Y gracias a Sus órdenes, los hombres pronuncian sus muchos nombres como símbolo de maldad y oscuridad, y hay quienes dicen que una vez lo vieron como serpiente, dizque ofreciendo una fruta desabrida a la que del primer figurín fuese una costilla, entre muchos otros cuentos de los que no tenía ni la menor idea de dónde salían ni quién los escribía.
Lo cierto era que le habían condenado por decir la verdad, en un momento donde no comprendió que a los individuos omnipotentes nadie les puede cuestionar nada, y que para gozar de Su gracia es mejor mantener la boca cerrada. Esto lo supo cuando era quizá demasiado tarde, más por viejo que por lo que era; o mejor dicho: por lo que decían que era.