“It is a hypothesis that the sun will rise tomorrow: and this
means that we do not know whether it will rise” - Wittgenstein
Se despertó como todos los días, con su sentido del oído más alerta que
el resto de su cuerpo. Intentando mover los pies, siempre más perezosos que sus
otras extremidades, fue abriendo los ojos para corroborar que era la hora
indicada. El despertador, ese antipático aparato que nunca dormía, parecía
disfrutar dándole la hora: las siete y veintinueve.
Ya hacía tiempo que se despertaba justo un minuto antes de la hora que
había pactado como la más prudente para iniciar su faena, y siempre maldecía no
poder dormir ese último minuto. Estaba seguro de que si por casualidad decidía
prescindir del despertador, se quedaría durmiendo hasta el mediodía. Así era su
vida, pensaba, aceptando las burlas de las agujas del reloj. Estirándose,
aunque aún sin levantarse, encendió el televisor, de donde salió la voz ansiosa
de una demasiado maquillada comentarista
“…sado que el presidente aún no se pronuncia
en relación a lo ocurrido. También los representantes de la Unión Europea
convocan a un consejo de emergencia e insisten en lo que parece ser el mensaje
común de todos los gobiernos del mundo: se debe mantener la calma po…”
No entendía
bien lo que pasaba, pero parecía urgente. ¿Nuevo ataque terrorista, repentina
debacle económica? Silenció cualquier pensamiento especulador y cambió a otros
canales, esperando que los hechos hablasen por sí mismos. Fue una famosa cadena
anglosajona de noticias la que confirmó lo que ya su subconsciente había
identificado, analizado y aceptado sin su consentimiento:
“… to address this unprecedented
event, one that has never before been registered in the history of mankind and,
quite possibly, of the planet: today our mother star, the Sun, has not appeared
in our sky, and is nowhere to be found…”
Meditó
rápidamente en lo que aseveraba el noticiero extranjero, y lo siguiente sucedió
en cuestión de segundos: se levantó, abrió la impenetrable cortina que le
separaba de la luz mañanera, y allí pudo
contemplar lo que tenía a todo el planeta paralizado y en asombro. El noticiero
tenía razón. Era cierto, el sol no estaba: se había negado a salir.
Se repetía
incesantemente que era imposible; después de todo, la ausencia verdadera del
Astro Rey traería un sinfín de fenómenos que no permitirían que ningún planeta
tuviese tiempo de tomar conciencia de su obliteración. Aparte, recordó haber
leído años atrás que los científicos sabían con exactitud cuándo se agotaría la
energía del sol. Se intentaba convencer de la imposibilidad de aquel hecho: “un
desastre gravitacional, cuando mínimo, sin contar la debilitación de los campos
magnéticos de la Tierra, y también un cambio drástico en la temperatura, o la
capa de ozono… tampoco un repentino detenimiento de la rotación…”
Y sin
embargo, allí estaban él y su mundo, ahora sin Sol.
Se estrujó
los ojos un par de veces, y todo seguía igual. Desde hace varias horas, el sol
no estaba en el firmamento. Después de
toda una juventud atrayendo miradas desdeñosas por soñar con lo imposible, el
universo le demostraba que, en efecto, podían ocurrir cosas extraordinarias.
Parte de él, sin embargo, se encontraba vibrando de ansiedad, meditando, sin
pedirle permiso a su conciencia, sobre el hecho de que se encontraba a las
puertas del tan temido fin del mundo.
El pánico
de los vecinos le recordó que no estaba solo en esos momentos; ¿cómo iba a
estarlo? La humanidad entera, de cabo a rabo, estaba confundida, desesperada,
acaso aplastada por su propia pequeñez. Por alguna razón, prefirió quitarle el
MUTE al televisor que interactuar con los otros seres vivos. Percatándose de su
conducta asocial, su mente se justificó diciendo que seguramente acabaría más
confundido si cediese ante las múltiples angustias y especulaciones de la
gente. No era que el televisor fuese menos alarmista y potencialmente falso,
pero al menos podía creer que alguna de esas fuentes resultase fidedigna.
Clic
“… al profesor Rudolph Schumann, de la Universidad
de [inaudible, ininteligible], quien
nos viene a explicar lo que su equipo ha descubierto respecto al extraño fenómeno
que hoy nos afecta. Adelante, Dr. Schumann”
Un viejo
con acento germánico limpiaba sus espejuelos cuando la cámara lo cogió
desprevenido.
“Ah, sí,
señorrrita; bien, la cosa es intrrrigante como pocas. La komunidad zientífika
tiene varrrias teorrrías al respekto, perrro realmente estamos en el terrreno
de la espekulación. Porrr mi parrrte, kreo que no se trrrata prrrecisamente de
la extinción del Sol, una que calculábamos ocurrirrría en unos cientos de millonen de años. De haberrrlo sido,
apenas ocho minuten después de apagarse,
hubiesemos notado cambios. Klaro, es obvio que en cosa de un par de días, si
las konditionen se mantienen iguales,
komenzarrrá el deterrrioro progresivo de la vida en nuestrrra Tierra; sin
embarrrgo, kreo que hablo por toda la komunidad tcientífica y ¿por ké nein? humana, al decir que no sabemos lo
que…”
Y entonces
el canal televisivo mostró estática, anunciando que ya en partes del planeta se
había perdido la energía requerida para mantener funcionando estaciones de
radio y televisión. Acto seguido, se apagó el televisor. Afuera no había luces:
sólo subsistían aquellas alimentadas por las grandes plantas de la ciudad, que
alumbraban las vías públicas. Pudo ver cómo distintos tipos de iluminación se
encendían en las ventanas de los edificios cercanos: velas, fósforos, linternas,
lámparas de gas o neón. Las últimas luces del ser humano.
El miedo
era sólo uno de los ingredientes del coctel de emociones que le embriagaba, y
cuando intentaba discernir qué era exactamente lo que sentía, se dio cuenta de
que estaba sonriendo. Alguien le había dicho una vez que la mueca de la sonrisa
era una herencia de los primeros homínidos relacionada con el pánico y la
amenaza de un peligro; quizá eso justificaba la suya, pero al mismo tiempo
reconoció que había cierto entusiasmo, incluso una rara alegría, en poder vivir
aquellos inverosímiles instantes.
Todo era
demasiado absurdo para ser cierto, y sin embargo allí estaba, ocurriendo frente
a sus ojos. Se recordaba viéndose a sí
mismo interpretar una vida aburrida y sin sentido alguno más allá de las migajas
de tiempo que le daba la implacable rutina, y repentinamente se encontró
viviendo una mañana única, una mañana que no era mañana y que le recordaba a la
humanidad - quizá demasiado tarde, quizá como última lección - que aún había
sorpresas que esperar en un universo que creían haber cuadriculado lo
suficiente como para creerlo predecible.
¿Cómo podía
aquella profunda oscuridad traerle tanta claridad a su mente? No lo sabía, pero estaba
alcanzando un nivel de aceptación hacia la situación planetaria que le estremecía
incluso más que el propio y eventual fin del mundo. “Tu tranquilidad demuestra que
estás completamente loco” se dijo a sí mismo frente al espejo, mientras se
ponía algo para salir a la calle y ver cómo tomaba el mundo la ausencia del Sol
aquel día que era noche.
Si bien por
un lado no estaba ocurriendo lo que las leyes naturales decían que ocurriría en
tal situación, no podía confiarse. Después de todo, pensó, eso de que la
naturaleza tiene “leyes” (como tantas otras aseveraciones que pretenden personificar
lo infinito) se lo había inventado el ser humano al observar ciertos patrones desde
aquella irrelevante roca en la cual observaba al universo. Ante él y ante toda
la humanidad estaba la prueba de que los caprichos cósmicos sí ocurrían, y no
había indicio alguno de qué era exactamente lo que estaba ocurriendo o de su
porqué.
Pasó varias
horas negándose a pensar, comiendo y durmiendo, hasta que decidió salir a
caminar, y extrañamente encontró la ciudad más vacía de lo que hubiera
imaginado. Verdaderamente requería valor enfrentarse a la intemperie de aquella
mañana oscura, pero algún motor de tentación se encendió en su ser, quizá no
muy distinto al que se enciende cuando la muerte se aproxima.
Tenía frío:
como era esperado, la temperatura había descendido bruscamente. Viendo que los
refugios mentales de la civilización se iban desbaratando de a poco con aquel guiño
de la naturaleza, pensó que quizá la gente decidía acurrucarse allí donde las
cosas le eran cómodas, o tal vez habían huido buscando sobrevivir.
Anduvo por
una calle que, a pesar de haberla conocido por varios años, recorría con extrañeza y duda. El cielo no estaba nublado, pero no se podía ver más allá de una impenetrable
negrura. Jamás había visto nada como
aquello: un manto de la más pura oscuridad que pudiese haber visto jamás. Le
extrañó mucho la ausencia total de luna y estrellas: tal parecía que aquellos
astros también se escondían de la Tierra.
Mirando
hacia aquella noche diurna, recordó entonces a su padre, quien desde su
aparentemente rudimentaria forma de ver la vida siempre se mantuvo cerca de los
grandes asuntos de la existencia, manteniendo una serenidad casi ascética ante
las adversidades. No podía hablar con él ya, y aquel momento hubiese sido
perfecto para hacerlo.
Intentando
espantar la tristeza como más de una vez lo había hecho, casi siempre un
domingo, siguió avanzando por la calle como si de un paseo por el parque se
tratase. Pudo sentir las voces de varios de esos vecinos con los que no había
intercambiado más que saludos de fingida simpatía, y agradeció que en medio de
su estupor no advirtieran su presencia ni decidieran prolongar la hipocresía.
Caminó y caminó, hasta que se tumbó en donde pudo.
¿Cuánto
tiempo quedaría? No podía saberlo, pero era evidente que todo estaba por
terminar. Gran parte de su ser no acababa de asimilar lo que ocurría, y varias
veces se había sorprendido sacudiendo la cabeza, como cuando quiere despertar
uno de algún sueño o pesadilla. En medio de la oscuridad, podía sentir texturas
conocidas: el cemento, el asfalto, el chic-chic
de sus zapatos en medio de la humedad de una acera que quizá le daría asco si
pudiese verla. ¿Recordaba acaso el pasto?
Y allí
comenzó:
Ocho...
Cada vez
fueron menos las luces que se mantuvieron encendidas. Como luciérnagas que
morían, se apagaban las urbes, las colmenas de hombres que apenas un día atrás
se alzaban soberbias sobre la roca planetaria y la herían. Luego del último
suspiro de la electricidad sobre el planeta, la Tierra quedó ahogada en la penumbra.
Siete...
Pensó en su
tierra, ese país desgraciado al que había dejado de visitar por no sufrir al
ver su deterioro, y recordó que allí en el final de todas las cosas mucho bien
haría ver las montañas que guardaron su infancia. En cambio, todo terminaba
ante la indiferencia de una ciudad a la cual nunca comprendió.
Seis...
Los sonidos
se hicieron confusos, como si todo gritara pero a la vez todo callara. También
participaban las voces de su mente en aquel bullicio mudo que le aturdía.
Escuchó entre el griterío las voces de sus tíos, su hermana y su madre, tan
débil e infinitamente valiente. También escuchó tres acordes: mi menor, séptima
dominante de fa sostenido y un si menor que le puso final a su experiencia
sonora.
Cinco...
Podía
sentir la sangre corriendo por sus venas, y las pulsaciones que hacía ésta al
pasar por los recovecos de su oído interno. Sentía cómo se movía
incontrolablemente sin ver exactamente qué partes de su cuerpo movía, como si
de repente los nervios hubiesen perdido la conexión con el resto de su cuerpo e
insistiesen en gobernar su carapacho de carne y hueso.
Cuatro...
Siempre
había pensado que de existir alguna manera de viajar en el tiempo, ésta tendría
algo que ver con el olfato. En brevísimos instantes, sus pituitarias le
llevaron a todos los rincones, le mostraron todos los lugares y se despidieron
entre un perfume de nostalgias.
Tres...
Nunca
hubiese imaginado que serían sus papilas gustativas las que en el final de los
tiempos resistieran más que cualquier
otra de sus funciones. Un sabor a todos los metales del mundo parecía unirse al
de la jalea de mango de su niñez, al del ron de sus borracheras juveniles y al
del café del entierro de sus abuelos. ¿Recordaba acaso el sabor de un beso?
Dos...
¿Y Dios? Al
final, y como siempre, no había venido. ¿O sería esto obra de él? Tenía todas
las características de su estampa, la marca de una deidad tan omnipotentemente
tímida que jamás tuvo el valor de mostrarse ante su creación, pero sí de
castigarla. Lo cierto es que aunque hacía tiempo que había perdido toda
esperanza de Su existencia, parte de él aún insistía en la posibilidad de
encontrarse con alguien, o algo, que tuviese respuestas sobre el por qué de las
cosas.
Uno...
Dejó de
sentirse. Se convirtió en una consciencia vacía de sí mismo, en una botella agujereada
en un océano sombrío. Una corriente extraña le rodeaba y atravesaba. No pensaba
pero entendía, no hablaba pero escuchaba, no vivía pero era.
Cero...
La noche
cubrió al planeta, el cual durmió en apacible silencio por varias horas más,
como si nada hubiese sucedido.
A una
prudente distancia por encima de la estratósfera, un óvalo metálico flotaba
impasible. Sus tripulantes observaban la Tierra, y en su ininteligible y
telepática lengua se preguntaban si ya había pasado suficiente tiempo. Dos
figuras humanoides parecieron asentir simultáneamente, y presionando una
cantidad de dígitos en lo que parecía un tablero transparente lleno de un
líquido luminoso hicieron que a lo lejos se distinguiese un enorme cubo de
oscuridad que se iba abriendo poco a poco, dejando ver a la Tierra surgir de
aquel huevo oscuro que le había encerrado brevemente.
Aquel nuevo
amanecer era como todos y como ninguno a la vez: la luz de nuevo se sintió en
cada rincón del globo terráqueo que volteaba hacia él. La selva, el océano, las
montañas y el desierto sintieron de nuevo el calor que por un día entero habían
perdido.
El canto de
las aves empezó a escucharse, y el despertar de la fauna terrestre cantó
también al renacido astro luminoso. Sonrieron delfines y gorilas, jaguares,
ardillas, jirafas, cangrejos, caracoles y morsas. También lo vegetal celebró la llegada de la luz: la selva, el bosque y el manglar se estremecieron ante la calidez de la luz. Toda la naturaleza parecía reanimada con aquella mañana verdadera, con el día que fue día.
Pero faltaba en aquel ecosistema una figura, pues ningún hombre pudo ver aquel amanecer. Los rayos del sol recorrían al planeta sin tocar ojo humano alguno, y tal era que aquel arrogante simio ya no se erguía sobre el planeta. Ni un humano se vió más, aunque aún quedaba su legado: un incalculable botín de escombros y podredumbre, de radioactividad y polución, pero ya ningún homo sapiens que pudiese incrementarlo. Con el paso del tiempo, la naturaleza reclamaría de nuevo lo que siempre fue suyo.
Pero faltaba en aquel ecosistema una figura, pues ningún hombre pudo ver aquel amanecer. Los rayos del sol recorrían al planeta sin tocar ojo humano alguno, y tal era que aquel arrogante simio ya no se erguía sobre el planeta. Ni un humano se vió más, aunque aún quedaba su legado: un incalculable botín de escombros y podredumbre, de radioactividad y polución, pero ya ningún homo sapiens que pudiese incrementarlo. Con el paso del tiempo, la naturaleza reclamaría de nuevo lo que siempre fue suyo.
En el óvalo
alienígena que aún se posaba a prudente distancia de la Tierra, los tripulantes
hacían las últimas anotaciones en lo que parecía un detallado reporte
holográfico de los últimos acontecimientos. La incomprensible simbología
relataba los eventos de las últimas horas, y de cómo mediante una drástica estrategia
de limpieza cósmica se tuvo que encerrar al planeta en una jaula de antimateria
para poder efectuar una delicadísima extracción de la especie que era
galácticamente reconocida como una potencial y letal plaga: la humanidad.
Desde
entonces, el único rastro de la especie humana quedó en las muestras tomadas
por aquellos entes galácticos antes de la obliteración total. Mucho se
cuidarían de que aquel tóxico espécimen quedase contenido en los recipientes en
donde había sido confinado. Teniendo en sus rostros lo que para ellos era una
mueca de felicidad, los alienígenas se vieron y se tocaron lo que podría
describirse como sus manos. Antes de desaparecer en el infinito, escribieron en
su insondable idioma las últimas palabras de su reporte:
"ERROR CORREGIDO. ÁREA DESINFECTADA".
Tiempo sin leerlo, estimado. Excelente, como es costumbre.
ResponderEliminarTL;DNR
ResponderEliminarGenial!!
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