Él era solo un niño cuando maldijo por primera vez. Alarmada, su madre recurrió a la pantufla para explicarle que maldecir era malo. Desde entonces, cada vez que pensaba en proferir la prohibida palabra, el recuerdo de una suela que solo conocía el piso de su apartamento le hacía cambiarla por otro adjetivo que no enfureciera tanto a su progenitora, aunque ésta no estuviese presente.
El rosado de aquel calzado hogareño se había tatuado con imborrable tinta en su cerebro. Cuando se le ocurrió preguntar a un maestro sobre por qué no habría de pronunciar aquella palabra, éste le contestó con canónica circunstancia que era un pecado porque ofendía las creaciones de Dios. Y allí la pantufla empezó a tomar forma de culpa, proyectándose hacia una realidad más allá de la material y amenazándolo por toda la eternidad.
Así transcurrió su infancia y su adolescencia, leyendo y escuchando la palabra por doquier, pero sin atreverse jamás a pronunciar aquella invocación maléfica que tanto había enfurecido a su madre. A veces dudaba de sí mismo al ver cómo lo que para él era un tabú impronunciable era esgrimido a diario y a la ligera por otros, incluyendo muchos de sus familiares y amigos. Pero él jamás se atrevía a pronunciar aquello que le quemaba por dentro, porque pondría en riesgo el futuro de su alma.
Cuando se convirtió en exitoso artífice de una profesión aceptada por la sociedad y se casó para formar una familia convencional, aún no había abandonado su obediencia infantil de respetar a su madre, a la pantufla, al confesionario, y a Dios. Se las había arreglado para sustituir por palabras débiles aquella expresión que solo había pronunciado una vez en su vida, la que le había causado un ardor de satisfacción que pronto se le reveló como prohibido.
Llegó a los cincuenta sin haber vuelto a maldecir, y entre cuatro paredes de un verde vomitivo descubrió que dentro de él se había acumulado un panal de rabia que pronto desató su enjambre en su flacuchenta fisionomía. Él, que se había esforzado por seguir las reglas, atender al escarmiento y no sucumbir ante la tentación diabólica de maldecir las creaciones divinas, era recompensado con un bulto de descontentos no resueltos, un tumor de iras reprimidas que le dieron dos cosas en la vida: la reputación de ser un hombre correcto y bueno y una muerte temprana.
En una tarde soleada conoció el aposento donde reposaría su endeble cuerpo por el resto de la eternidad. Debajo de un bondadoso epitafio pudo sentir el goteo húmedo de las lágrimas de quienes lo enterraban. Al oscurecer despertó su espíritu, y pudo darse cuenta de que estaba solo en aquel camposanto. Esperó un rato, con la paciencia que lo había caracterizado durante su vida, pero nada sucedió. No había venido ningún Mefistófeles a condenarlo por no haber ido a misa aquel Viernes Santo, ni tampoco descendió un Querubín a recompensarlo por sus donaciones a los orfanatos de la ciudad. Nada.
Se dio unas cuantas vueltas por el cementerio, y se sorprendió de que aún en su fisionomía nueva y etérea pudiera sentir el soplido de la brisa nocturna y escuchar los ruidos de los animales que, sabios, le temen más a los vivos que a los muertos. Pero no encontró a nada, ni a nadie, así que se fue a dormir en su ataúd, junto a su cadáver, que sonreía con una mueca que jamás había articulado en vida.
Realmente no durmió. Tan solo cerró lo que pensaba que eran sus ojos, esperando que viniese la eternidad con la que había contado durante toda su vida, ésa que con forma de pantufla le prohibió darse el gusto de pronunciar unas simples palabras para no ofender a una fuerza creadora omnipotente y superior. Pero la eternidad no vendría, ni aquella ni ninguna noche. Pronto supo que estaba condenado a vagar por aquellos jardines de lápidas mohosas y flores marchitas, contemplando la ciudad desde lejos, aunque sin extrañar a nada ni a nadie, tan sólo lamentando no haber vivido.
La Funeraria San Urbano ha tenido muchos inconvenientes manteniendo empleados para el turno de la noche, particularmente aquellos encargados de supervisar el Lote 28. Siete encargados han renunciado en los últimos dos meses, alegando que todas las noches, mientras realizan sus labores de cuidador, les sorprende un alarido iracundo que se mezcla con el silbido de una brisa que mece las ramas de los árboles y no deja de decir:
“¡Maldita sea! ¡Maldita sea!”
Me gustó. MafaldaPetunia.
ResponderEliminarPor eso mejor, maldecir en vida!
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