domingo, 18 de mayo de 2014

Nostalgia dominguera: el terreno de la calle Marte

Anoche soñé que caminaba por el Trigal, esa urbanización valenciana que recuerdo por su resplandor de atardecer, por el ruido de sus heladeros y por las matas de mango que parecían saludar a quien transitaba por sus tranquilas aceras. Su silencio después de almorzar es uno que aún evoco cuando veo una calle callada, y el cantar de los sapitos en la noche es un sonido que será para siempre un viaje instantáneo a mi niñez. Nuestra primera casa en Valencia quedaba en la calle Marte, que como gran parte del Trigal, era una sucesión de casas al estilo italiano: quizá algo anticuadas o viejas pero orgullosas y acicaladas, como señoronas que se arreglan antes de ir a jugar cartas en el club.

Convenientemente, mi guardería - luego preescolar - no quedaba sino a dos o tres casas de distancia, haciendo posible caminar con mi mamá o mi abuela hacia y desde él. "Santa Rosa de Lima" se llamaba esa escuelita, y no era más que una de estas simpáticas casas acondicionada lo suficiente como para albergar varias decenas de niños gritones y llorones que día tras día ponían a prueba la paciencia de sus cuidadoras y maestras.

Algo tiene la nostalgia que puede hacernos añorar los lugares más triviales, y se dio que en mi paseo onírico por la calle Marte me detuve frente al terreno vacío que quedaba justo enfrente a la escuela de mi infancia. Era un lote en el cual pudiesen haber cabido unas cuatro quintas como las que ocupaban el resto de la calle, pero quizá con la intención nunca cumplida de hacer un parque o una plaza, fue dejado desnudo con sus árboles y su tierra, como ha permanecido incluso hasta hoy. A través de él se podía ir de la calle Marte a alguna con otro nombre de planeta, no sé bien si la Tierra o Júpiter. Ya que el preescolar no disponía de un jardín muy grande, en ese terreno practicábamos gimnasia cuando éramos pequeños, y también lo utilizábamos a veces para esperar que nuestros padres pasaran por nosotros al mediodía.

En ese terreno se originó (¿o acrecentó?) mi fobia a los bachacos, una que hoy puedo ubicar como una primera señal de mis ansiedades irracionales. Sin duda alguna, el episodio más memorable que viví en el terreno de la calle Marte fue el quedarme anonadado al ver que una de las muchas iguanas que poblaban los árboles decidió bañar al pobre Manuel Gerardo Laurentín con su líquida excreción. Aún recuerdo la expresión de su rostro, su impavidez y nuestra sorpresa infantil al ver que la naturaleza se podía cagar en nosotros. Ya de adulto me doy cuenta de que nosotros los hacemos más que ella. Aunque sé que es primo de una amiga, más nunca supe qué fue de Manuel Gerardo, al igual que muchos otros estudiantes del Santa Rosa de Lima, pero forma parte de esos nombres que se quedan flotando en mi cabeza, como fantasmillas de tiempos pasados.

También recuerdo mi celebración de cinco años, en la cual mis padres instalaron un toldo, adornaron con globos y payasos el humilde terreno e invitaron a mis amigos del preescolar y a nuestros familiares y allegados a celebrar conmigo. Hay fotos muy bonitas del momento, el cual tiene la particularidad de haber sido el único cumpleaños - y una de las contadísimas veces en más de una década que vivimos en Valencia - en el cual recuerdo que nos visitó familia del lado de mi padre. Parece mentira, pero a muchos les he visto más aquí en los Estados Unidos que en el estado Carabobo. Así son los guiños de la vida, supongo.

En mi sueño, andando por la calle Marte, me detuve en el terreno y no recuerdo haber visto iguanas ni bachacos. Sé por mis últimas visitas que hace tiempo ya que el preescolar no funciona, pero su casa aún sobrevive y si mal no recuerdo fue pintada totalmente de blanco, cuestión que me incomodó un poco las veces que pude pasar por allí. En fin, que el terreno seguía igual de vacío que siempre, y la brisa aún susurraba secretos añejos a los árboles, siempre encantados ante el dorado atardecer del Trigal.

Y en medio de mi añoranza, el yo que soñaba pareció repentinamente consciente de que vivía un sueño, y sintió unas ganas terribles de quedarse allí, aún sabiendo que en unos pocos segundos se despertaría y lo único que podría hacer para preservar ese instante sería escribir este texto.


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