jueves, 22 de mayo de 2014

Venezuela frente al espejo

"La imagen más bella es absurda en un espejo cóncavo" - Ramón del Valle-Inclán

Venezuela se sienta, se peina. Contemplándose en un espejo roto, se acaricia la cabellera, antaño frondosa y brillante, ahora ya quebrada y maltratada. Sus uñas muestran restos de algún costoso esmalte que se ha mezclado con mugres verduscas; algunas de ellas revelan mordiscos de ansiedad, impulsos de angustia. Sobre ella reposa la corona, ¡la corona de su belleza! La gala, el aplauso, todo fue suyo alguna vez, y su corona así lo prueba. "Soy linda, soy la más linda de todas" se dice a sí misma en una voz que alguna vez fue de colorida guacamaya y ahora es de sombrío zamuro. Aunque la corona está oxidada y le hace daño a su cuero cabelludo, nunca se la quita.

Venezuela, sentada, se maquilla. Un viejo estuche de necessaires contiene brochas y pintalabios gastados que se esfuerza por exprimir y aplicar en su rostro, ya no sabe si arrugado o herido, o quizá sean las dos. No hay suficiente maquillaje para los moretones de sus mejillas, y de lo que fue una espectacular sonrisa hoy queda sólo una grotesca orgía de caries y placa dental. "Soy linda, soy la más linda de todas", se dice de nuevo a sí misma, juntando los labios para evitar verse los dientes.

Venezuela es pobre. Se le acabó el chorrito de viscosos dividendos. Los barcos petroleros con nombres de concursantes ya no le sirven para nada. A veces recuerda el llano, su infancia sencilla y agraria, y también los lujos que le trajeron las refinerías, las ciudades, ahora villas de miseria. ¡Qué buenos tiempos! ¡Qué lindas joyas, qué lindos centros comerciales! ¡Ta'barato, dame dos! Nunca pidió maestros; ¿para qué? Todos le dijeron que no los necesitaría, que a las princesas no les tocaba trabajar ni estudiar; basta un noventa-sesenta-noventa. Así creció, desdeñando el trabajo, estrenando vestidos, desconociendo el esfuerzo y canturreando: "soy la más linda, la más linda de todas".

Venezuela se levanta con dificultad. Desfiló todos los vestidos de todos los diseñadores, pero de aquello sólo le queda un harapo que no ha lavado en semanas por falta de agua. Igualmente lo luce y hace una reverencia a su audiencia imaginaria. Una morisqueta delirante pasa como ráfaga por su rostro, y una comparsa de gestos la hacen revivir tiempos de paparazzi, entrevistas, banquetes y fiestas. "Soy linda, soy la más linda de todas", se repite dando vueltas y apretando con fuerza su roída banda de Miss Universo.

Venezuela camina hacia el balcón. Sus piernas fueron la envidia de los concursos; sus curvas eran la silueta del deseo, el trazo de la belleza. De ellas no queda más que dos raquíticas y rasguñadas tibias que apenas y pueden soportar el resto de la fofa fisonomía. Avanza de puntillas con sus pies soñadores que, imaginando tacones ya perdidos, la hacen asomarse al balcón del rancho que ella confunde con hotel de cinco estrellas. "¡Soy linda, soy la más linda de todas!" grita hacia la miseria, y los transeúntes evitan dirigirle la mirada.

Venezuela está cansada. Encandilada por la inclemencia del trópico, vuelve a su paupérrimo aposento y se postra en una cama que le rechina antiguos pecados. Se toca, intentando recordar qué era el cariño, pero sabe bien que sólo conoció la lujuria. Recuerda a sus amantes: los caballeros de broches blancos, corbatas verdes y boinas rojas a quienes regaló sus riquezas. Recordando sus promesas, sus regalos y cortejos, los visualiza, los imagina y les pregunta dudosa y melancólica a sus espectros: "¿soy la más linda? ¿soy la más linda de todas?"

Venezuela calla. En un silencio que todo lo dice, se oye el rugir de su estómago, antaño plano y esbelto de dietas y ejercicio, hoy enfermo e hinchado con las lombrices del hambre. Resignada a no comer - ya gastó su cuota del mes - posa su cabeza sobre sus temblorosas manos y cierra sus arrugados párpados buscando conciliar un descanso que ya parecía haber huido para siempre. Logra un breve sueño en el cual se alimenta de caleidoscópicas visiones que entre bailes y entrevistas le recuerdan con entusiasmo: "¡Eres la más linda, la más linda de todas!".

Venezuela duerme. Viéndola bien, su sueño se parece mucho a la muerte. Si no fuera por una imperceptible pero constante respiración, la asumirían muerta. Maltrecha, sucia y enferma, Venezuela se toca el vientre. Debajo del deterioro, hay en él otro ritmo, otros latidos. Parece increíble que aún haya vida en la sequedad y fealdad de la patética Venezuela: un nuevo corazón que late a pesar del hambre y la peste, a pesar de haber sido engendrado por quienes violaron su fertilidad. Nuestra triste figura se soba esa barriga que no sólo está hinchada de lombrices sino de su última esperanza. Con la carrasposa voz de la pobreza, le dice a la criatura que contra todo pronóstico crece dentro de ella: "soy tu madre, la más linda, la más linda de todas".

Venezuela piensa. La incertidumbre de su futuro la desespera, y no porque tenga miedo a perder algo, ella que ya lo ha perdido todo. No, ella teme perder lo único que queda de ella que no ha sido aún tocado por la desgracia, su última posibilidad, su última esperanza. Ya ha parido antes, pero hace mucho que no ve a sus hijos. Uno le salió empresario y no le dejó ni una locha antes de irse avergonzado de ella a otro lugar; otro le salió delincuente y quién sabe dónde andará, o si vive aún. No sabe cuánto más aguantará, y mucho menos cómo hará para mantener a esta nueva criatura, vástago de la crisis y ahijado de la tragedia. En un gutural susurro, le dice a quien vive en su panza: "quiero que seas la más linda, la más linda de todas..."

Venezuela llora. Frustrada e incapaz de encontrarse solución y admitir su harapienta y mancillada figura, decidió confiar en las mentiras del espejo roto, en sus torcidos recuerdos y en las píldoras rojas para interpretar su realidad. Acostada, la corona le pincha la cabeza y sangra un poco. Para disfrazar el dolor, tararea una canción que no se sabe si es marcial o de cuna, aunque todos en el país saben que es ambas y la misma. Cansada ya de la melodía patriótica, a Venezuela se le iluminan los espesos ojos y vuelve a sonreir en su delirante mueca. Para dormirse de nuevo, repite sin cesar: "en una noche tan linda como ésta, fui yo la más linda: la más linda de todas..."






domingo, 18 de mayo de 2014

Nostalgia dominguera: el terreno de la calle Marte

Anoche soñé que caminaba por el Trigal, esa urbanización valenciana que recuerdo por su resplandor de atardecer, por el ruido de sus heladeros y por las matas de mango que parecían saludar a quien transitaba por sus tranquilas aceras. Su silencio después de almorzar es uno que aún evoco cuando veo una calle callada, y el cantar de los sapitos en la noche es un sonido que será para siempre un viaje instantáneo a mi niñez. Nuestra primera casa en Valencia quedaba en la calle Marte, que como gran parte del Trigal, era una sucesión de casas al estilo italiano: quizá algo anticuadas o viejas pero orgullosas y acicaladas, como señoronas que se arreglan antes de ir a jugar cartas en el club.

Convenientemente, mi guardería - luego preescolar - no quedaba sino a dos o tres casas de distancia, haciendo posible caminar con mi mamá o mi abuela hacia y desde él. "Santa Rosa de Lima" se llamaba esa escuelita, y no era más que una de estas simpáticas casas acondicionada lo suficiente como para albergar varias decenas de niños gritones y llorones que día tras día ponían a prueba la paciencia de sus cuidadoras y maestras.

Algo tiene la nostalgia que puede hacernos añorar los lugares más triviales, y se dio que en mi paseo onírico por la calle Marte me detuve frente al terreno vacío que quedaba justo enfrente a la escuela de mi infancia. Era un lote en el cual pudiesen haber cabido unas cuatro quintas como las que ocupaban el resto de la calle, pero quizá con la intención nunca cumplida de hacer un parque o una plaza, fue dejado desnudo con sus árboles y su tierra, como ha permanecido incluso hasta hoy. A través de él se podía ir de la calle Marte a alguna con otro nombre de planeta, no sé bien si la Tierra o Júpiter. Ya que el preescolar no disponía de un jardín muy grande, en ese terreno practicábamos gimnasia cuando éramos pequeños, y también lo utilizábamos a veces para esperar que nuestros padres pasaran por nosotros al mediodía.

En ese terreno se originó (¿o acrecentó?) mi fobia a los bachacos, una que hoy puedo ubicar como una primera señal de mis ansiedades irracionales. Sin duda alguna, el episodio más memorable que viví en el terreno de la calle Marte fue el quedarme anonadado al ver que una de las muchas iguanas que poblaban los árboles decidió bañar al pobre Manuel Gerardo Laurentín con su líquida excreción. Aún recuerdo la expresión de su rostro, su impavidez y nuestra sorpresa infantil al ver que la naturaleza se podía cagar en nosotros. Ya de adulto me doy cuenta de que nosotros los hacemos más que ella. Aunque sé que es primo de una amiga, más nunca supe qué fue de Manuel Gerardo, al igual que muchos otros estudiantes del Santa Rosa de Lima, pero forma parte de esos nombres que se quedan flotando en mi cabeza, como fantasmillas de tiempos pasados.

También recuerdo mi celebración de cinco años, en la cual mis padres instalaron un toldo, adornaron con globos y payasos el humilde terreno e invitaron a mis amigos del preescolar y a nuestros familiares y allegados a celebrar conmigo. Hay fotos muy bonitas del momento, el cual tiene la particularidad de haber sido el único cumpleaños - y una de las contadísimas veces en más de una década que vivimos en Valencia - en el cual recuerdo que nos visitó familia del lado de mi padre. Parece mentira, pero a muchos les he visto más aquí en los Estados Unidos que en el estado Carabobo. Así son los guiños de la vida, supongo.

En mi sueño, andando por la calle Marte, me detuve en el terreno y no recuerdo haber visto iguanas ni bachacos. Sé por mis últimas visitas que hace tiempo ya que el preescolar no funciona, pero su casa aún sobrevive y si mal no recuerdo fue pintada totalmente de blanco, cuestión que me incomodó un poco las veces que pude pasar por allí. En fin, que el terreno seguía igual de vacío que siempre, y la brisa aún susurraba secretos añejos a los árboles, siempre encantados ante el dorado atardecer del Trigal.

Y en medio de mi añoranza, el yo que soñaba pareció repentinamente consciente de que vivía un sueño, y sintió unas ganas terribles de quedarse allí, aún sabiendo que en unos pocos segundos se despertaría y lo único que podría hacer para preservar ese instante sería escribir este texto.