lunes, 9 de diciembre de 2013

El día que el Sol no salió

“It is a hypothesis that the sun will rise tomorrow: and this means that we do not know whether it will rise” - Wittgenstein

Se despertó como todos los días, con su sentido del oído más alerta que el resto de su cuerpo. Intentando mover los pies, siempre más perezosos que sus otras extremidades, fue abriendo los ojos para corroborar que era la hora indicada. El despertador, ese antipático aparato que nunca dormía, parecía disfrutar dándole la hora: las siete y veintinueve.

Ya hacía tiempo que se despertaba justo un minuto antes de la hora que había pactado como la más prudente para iniciar su faena, y siempre maldecía no poder dormir ese último minuto. Estaba seguro de que si por casualidad decidía prescindir del despertador, se quedaría durmiendo hasta el mediodía. Así era su vida, pensaba, aceptando las burlas de las agujas del reloj. Estirándose, aunque aún sin levantarse, encendió el televisor, de donde salió la voz ansiosa de una demasiado maquillada comentarista

…sado que el presidente aún no se pronuncia en relación a lo ocurrido. También los representantes de la Unión Europea convocan a un consejo de emergencia e insisten en lo que parece ser el mensaje común de todos los gobiernos del mundo: se debe mantener la calma po…”

No entendía bien lo que pasaba, pero parecía urgente. ¿Nuevo ataque terrorista, repentina debacle económica? Silenció cualquier pensamiento especulador y cambió a otros canales, esperando que los hechos hablasen por sí mismos. Fue una famosa cadena anglosajona de noticias la que confirmó lo que ya su subconsciente había identificado, analizado y aceptado sin su consentimiento:

… to address this unprecedented event, one that has never before been registered in the history of mankind and, quite possibly, of the planet: today our mother star, the Sun, has not appeared in our sky, and is nowhere to be found…”

Meditó rápidamente en lo que aseveraba el noticiero extranjero, y lo siguiente sucedió en cuestión de segundos: se levantó, abrió la impenetrable cortina que le separaba de la luz mañanera,  y allí pudo contemplar lo que tenía a todo el planeta paralizado y en asombro. El noticiero tenía razón. Era cierto, el sol no estaba: se había negado a salir.

Se repetía incesantemente que era imposible; después de todo, la ausencia verdadera del Astro Rey traería un sinfín de fenómenos que no permitirían que ningún planeta tuviese tiempo de tomar conciencia de su obliteración. Aparte, recordó haber leído años atrás que los científicos sabían con exactitud cuándo se agotaría la energía del sol. Se intentaba convencer de la imposibilidad de aquel hecho: “un desastre gravitacional, cuando mínimo, sin contar la debilitación de los campos magnéticos de la Tierra, y también un cambio drástico en la temperatura, o la capa de ozono… tampoco un repentino detenimiento de la rotación…”

Y sin embargo, allí estaban él y su mundo, ahora sin Sol.

Se estrujó los ojos un par de veces, y todo seguía igual. Desde hace varias horas, el sol no estaba en el firmamento. Después de toda una juventud atrayendo miradas desdeñosas por soñar con lo imposible, el universo le demostraba que, en efecto, podían ocurrir cosas extraordinarias. Parte de él, sin embargo, se encontraba vibrando de ansiedad, meditando, sin pedirle permiso a su conciencia, sobre el hecho de que se encontraba a las puertas del tan temido fin del mundo.

El pánico de los vecinos le recordó que no estaba solo en esos momentos; ¿cómo iba a estarlo? La humanidad entera, de cabo a rabo, estaba confundida, desesperada, acaso aplastada por su propia pequeñez. Por alguna razón, prefirió quitarle el MUTE al televisor que interactuar con los otros seres vivos. Percatándose de su conducta asocial, su mente se justificó diciendo que seguramente acabaría más confundido si cediese ante las múltiples angustias y especulaciones de la gente. No era que el televisor fuese menos alarmista y potencialmente falso, pero al menos podía creer que alguna de esas fuentes resultase fidedigna.

Clic

… al profesor Rudolph Schumann, de la Universidad de [inaudible, ininteligible], quien nos viene a explicar lo que su equipo ha descubierto respecto al extraño fenómeno que hoy nos afecta. Adelante, Dr. Schumann

Un viejo con acento germánico limpiaba sus espejuelos cuando la cámara lo cogió desprevenido.

“Ah, sí, señorrrita; bien, la cosa es intrrrigante como pocas. La komunidad zientífika tiene varrrias teorrrías al respekto, perrro realmente estamos en el terrreno de la espekulación. Porrr mi parrrte, kreo que no se trrrata prrrecisamente de la extinción del Sol, una que calculábamos ocurrirrría en unos cientos de millonen de años. De haberrrlo sido, apenas ocho minuten después de apagarse, hubiesemos notado cambios. Klaro, es obvio que en cosa de un par de días, si las konditionen se mantienen iguales, komenzarrrá el deterrrioro progresivo de la vida en nuestrrra Tierra; sin embarrrgo, kreo que hablo por toda la komunidad tcientífica y ¿por ké nein? humana, al decir que no sabemos lo que…”

Y entonces el canal televisivo mostró estática, anunciando que ya en partes del planeta se había perdido la energía requerida para mantener funcionando estaciones de radio y televisión. Acto seguido, se apagó el televisor. Afuera no había luces: sólo subsistían aquellas alimentadas por las grandes plantas de la ciudad, que alumbraban las vías públicas. Pudo ver cómo distintos tipos de iluminación se encendían en las ventanas de los edificios cercanos: velas, fósforos, linternas, lámparas de gas o neón. Las últimas luces del ser humano.

El miedo era sólo uno de los ingredientes del coctel de emociones que le embriagaba, y cuando intentaba discernir qué era exactamente lo que sentía, se dio cuenta de que estaba sonriendo. Alguien le había dicho una vez que la mueca de la sonrisa era una herencia de los primeros homínidos relacionada con el pánico y la amenaza de un peligro; quizá eso justificaba la suya, pero al mismo tiempo reconoció que había cierto entusiasmo, incluso una rara alegría, en poder vivir aquellos inverosímiles instantes.

Todo era demasiado absurdo para ser cierto, y sin embargo allí estaba, ocurriendo frente a sus ojos. Se recordaba viéndose  a sí mismo interpretar una vida aburrida y sin sentido alguno más allá de las migajas de tiempo que le daba la implacable rutina, y repentinamente se encontró viviendo una mañana única, una mañana que no era mañana y que le recordaba a la humanidad - quizá demasiado tarde, quizá como última lección - que aún había sorpresas que esperar en un universo que creían haber cuadriculado lo suficiente como para creerlo predecible.

¿Cómo podía aquella profunda oscuridad traerle tanta claridad a su mente? No lo sabía, pero estaba alcanzando un nivel de aceptación hacia la situación planetaria que le estremecía incluso más que el propio y eventual fin del mundo. “Tu tranquilidad demuestra que estás completamente loco” se dijo a sí mismo frente al espejo, mientras se ponía algo para salir a la calle y ver cómo tomaba el mundo la ausencia del Sol aquel día que era noche.

Si bien por un lado no estaba ocurriendo lo que las leyes naturales decían que ocurriría en tal situación, no podía confiarse. Después de todo, pensó, eso de que la naturaleza tiene “leyes” (como tantas otras aseveraciones que pretenden personificar lo infinito) se lo había inventado el ser humano al observar ciertos patrones desde aquella irrelevante roca en la cual observaba al universo. Ante él y ante toda la humanidad estaba la prueba de que los caprichos cósmicos sí ocurrían, y no había indicio alguno de qué era exactamente lo que estaba ocurriendo o de su porqué.

Pasó varias horas negándose a pensar, comiendo y durmiendo, hasta que decidió salir a caminar, y extrañamente encontró la ciudad más vacía de lo que hubiera imaginado. Verdaderamente requería valor enfrentarse a la intemperie de aquella mañana oscura, pero algún motor de tentación se encendió en su ser, quizá no muy distinto al que se enciende cuando la muerte se aproxima.

Tenía frío: como era esperado, la temperatura había descendido bruscamente. Viendo que los refugios mentales de la civilización se iban desbaratando de a poco con aquel guiño de la naturaleza, pensó que quizá la gente decidía acurrucarse allí donde las cosas le eran cómodas, o tal vez habían huido buscando sobrevivir.

Anduvo por una calle que, a pesar de haberla conocido por varios años, recorría con extrañeza y duda. El cielo no estaba nublado,  pero no se podía ver más allá de una impenetrable negrura.  Jamás había visto nada como aquello: un manto de la más pura oscuridad que pudiese haber visto jamás. Le extrañó mucho la ausencia total de luna y estrellas: tal parecía que aquellos astros también se escondían de la Tierra.

Mirando hacia aquella noche diurna, recordó entonces a su padre, quien desde su aparentemente rudimentaria forma de ver la vida siempre se mantuvo cerca de los grandes asuntos de la existencia, manteniendo una serenidad casi ascética ante las adversidades. No podía hablar con él ya, y aquel momento hubiese sido perfecto para hacerlo.

Intentando espantar la tristeza como más de una vez lo había hecho, casi siempre un domingo, siguió avanzando por la calle como si de un paseo por el parque se tratase. Pudo sentir las voces de varios de esos vecinos con los que no había intercambiado más que saludos de fingida simpatía, y agradeció que en medio de su estupor no advirtieran su presencia ni decidieran prolongar la hipocresía. Caminó y caminó, hasta que se tumbó en donde pudo.

¿Cuánto tiempo quedaría? No podía saberlo, pero era evidente que todo estaba por terminar. Gran parte de su ser no acababa de asimilar lo que ocurría, y varias veces se había sorprendido sacudiendo la cabeza, como cuando quiere despertar uno de algún sueño o pesadilla. En medio de la oscuridad, podía sentir texturas conocidas: el cemento, el asfalto, el chic-chic de sus zapatos en medio de la humedad de una acera que quizá le daría asco si pudiese verla. ¿Recordaba acaso el pasto?

Y allí comenzó:

Ocho...

Cada vez fueron menos las luces que se mantuvieron encendidas. Como luciérnagas que morían, se apagaban las urbes, las colmenas de hombres que apenas un día atrás se alzaban soberbias sobre la roca planetaria y la herían. Luego del último suspiro de la electricidad sobre el planeta, la Tierra quedó ahogada en la penumbra.

Siete...

Pensó en su tierra, ese país desgraciado al que había dejado de visitar por no sufrir al ver su deterioro, y recordó que allí en el final de todas las cosas mucho bien haría ver las montañas que guardaron su infancia. En cambio, todo terminaba ante la indiferencia de una ciudad a la cual nunca comprendió.

Seis...

Los sonidos se hicieron confusos, como si todo gritara pero a la vez todo callara. También participaban las voces de su mente en aquel bullicio mudo que le aturdía. Escuchó entre el griterío las voces de sus tíos, su hermana y su madre, tan débil e infinitamente valiente. También escuchó tres acordes: mi menor, séptima dominante de fa sostenido y un si menor que le puso final a su experiencia sonora.

Cinco...

Podía sentir la sangre corriendo por sus venas, y las pulsaciones que hacía ésta al pasar por los recovecos de su oído interno. Sentía cómo se movía incontrolablemente sin ver exactamente qué partes de su cuerpo movía, como si de repente los nervios hubiesen perdido la conexión con el resto de su cuerpo e insistiesen en gobernar su carapacho de carne y hueso.

Cuatro...

Siempre había pensado que de existir alguna manera de viajar en el tiempo, ésta tendría algo que ver con el olfato. En brevísimos instantes, sus pituitarias le llevaron a todos los rincones, le mostraron todos los lugares y se despidieron entre un perfume de nostalgias.

Tres...

Nunca hubiese imaginado que serían sus papilas gustativas las que en el final de los tiempos  resistieran más que cualquier otra de sus funciones. Un sabor a todos los metales del mundo parecía unirse al de la jalea de mango de su niñez, al del ron de sus borracheras juveniles y al del café del entierro de sus abuelos. ¿Recordaba acaso el sabor de un beso?

Dos...
¿Y Dios? Al final, y como siempre, no había venido. ¿O sería esto obra de él? Tenía todas las características de su estampa, la marca de una deidad tan omnipotentemente tímida que jamás tuvo el valor de mostrarse ante su creación, pero sí de castigarla. Lo cierto es que aunque hacía tiempo que había perdido toda esperanza de Su existencia, parte de él aún insistía en la posibilidad de encontrarse con alguien, o algo, que tuviese respuestas sobre el por qué de las cosas.

Uno...

Dejó de sentirse. Se convirtió en una consciencia vacía de sí mismo, en una botella agujereada en un océano sombrío. Una corriente extraña le rodeaba y atravesaba. No pensaba pero entendía, no hablaba pero escuchaba, no vivía pero era.

Cero...

La noche cubrió al planeta, el cual durmió en apacible silencio por varias horas más, como si nada hubiese sucedido.

A una prudente distancia por encima de la estratósfera, un óvalo metálico flotaba impasible. Sus tripulantes observaban la Tierra, y en su ininteligible y telepática lengua se preguntaban si ya había pasado suficiente tiempo. Dos figuras humanoides parecieron asentir simultáneamente, y presionando una cantidad de dígitos en lo que parecía un tablero transparente lleno de un líquido luminoso hicieron que a lo lejos se distinguiese un enorme cubo de oscuridad que se iba abriendo poco a poco, dejando ver a la Tierra surgir de aquel huevo oscuro que le había encerrado brevemente.

Aquel nuevo amanecer era como todos y como ninguno a la vez: la luz de nuevo se sintió en cada rincón del globo terráqueo que volteaba hacia él. La selva, el océano, las montañas y el desierto sintieron de nuevo el calor que por un día entero habían perdido.

El canto de las aves empezó a escucharse, y el despertar de la fauna terrestre cantó también al renacido astro luminoso. Sonrieron delfines y gorilas, jaguares, ardillas, jirafas, cangrejos, caracoles y morsas. También lo vegetal celebró la llegada de la luz: la selva, el bosque y el manglar se estremecieron ante la calidez de la luz. Toda la naturaleza parecía reanimada con aquella mañana verdadera, con el día que fue día.

Pero faltaba en aquel ecosistema una figura, pues ningún hombre pudo ver aquel amanecer. Los rayos del sol recorrían al planeta sin tocar ojo humano alguno, y tal era que aquel arrogante simio ya no se erguía sobre el planeta. Ni un humano se vió más, aunque aún quedaba su legado: un incalculable botín de escombros y podredumbre, de radioactividad y polución, pero ya ningún homo sapiens que pudiese incrementarlo. Con el paso del tiempo, la naturaleza reclamaría de nuevo lo que siempre fue suyo.

En el óvalo alienígena que aún se posaba a prudente distancia de la Tierra, los tripulantes hacían las últimas anotaciones en lo que parecía un detallado reporte holográfico de los últimos acontecimientos. La incomprensible simbología relataba los eventos de las últimas horas, y de cómo mediante una drástica estrategia de limpieza cósmica se tuvo que encerrar al planeta en una jaula de antimateria para poder efectuar una delicadísima extracción de la especie que era galácticamente reconocida como una potencial y letal plaga: la humanidad.

Desde entonces, el único rastro de la especie humana quedó en las muestras tomadas por aquellos entes galácticos antes de la obliteración total. Mucho se cuidarían de que aquel tóxico espécimen quedase contenido en los recipientes en donde había sido confinado. Teniendo en sus rostros lo que para ellos era una mueca de felicidad, los alienígenas se vieron y se tocaron lo que podría describirse como sus manos. Antes de desaparecer en el infinito, escribieron en su insondable idioma las últimas palabras de su reporte: 

"ERROR CORREGIDO. ÁREA DESINFECTADA".  






jueves, 5 de diciembre de 2013

A mi colegio

Ya van casi doce años
desde que yo me gradué,
de un colegio inolvidable
llamado Juan XXIII.

En sus aulas y pasillos
aprendí lo que hoy digo que sé.
De sus maestros y alumnos
mi alma y mente alimenté.

En sus pupitres y mesas
se forjaron amistades
que a pesar de tempestades
hoy sobreviven ilesas.

En niñez y juventud
no se comprende realmente
cuánta excelencia y virtud
cultiva el Juan en la mente.

Y luego al pasar de los años
empieza uno a valorar
las tareas, pruebas ¡y regaños!
que tuvimos que enfrentar.

Formando fuertes valores
de familia, ética y genio,
en el Juan todo se educa:
cuerpo, corazón e ingenio.

Quizá hoy nos creamos grandes
y no pensemos mucho en él,
pero el Juan nos necesita
pues sufre un maltrato cruel.

Son oscuras estas horas
donde el odio es quien gobierna,
y parece muy lejana
una época más tierna.

Con argucias burocráticas
pretenden destituir
a quienes dando su vida
al Juan han hecho existir.

En riesgo está el porvenir
de centenas de estudiantes
que, como nosotros antes,
del Juan anhelan surgir.

Se equivoca el enemigo
si cree que este atropello
acabará con el Juan,
templo bondadoso y bello.

Y aunque se lo lleven todo:
las paredes, el lugar,
jamás robarán lo que vale,
lo que hace al Juan brillar.

Porque, queridos amigos,
el Juan no es pasillo o salón:
el Juan es filosofía
sembrada en el corazón.