jueves, 22 de diciembre de 2011

Los Bezchaz y los Días Irrepetibles


En algún lugar remoto que jamás fue registrado como cuna de ninguna civilización, vivía un grupo de gente que no dejó rastro alguno en la historia humana. De hecho, el cómo sabemos de su existencia es solo a partir de conjeturas y datos inexplicables, incluso para quienes escribimos estas líneas. Seguramente les parecerá extraño saber que a pesar de eso no ponemos en duda que, en efecto, esta gente haya existido. El nombre de tal pueblo era Bezchaz.

Los Bezchaz eran una comunidad tradicional en muchos sentidos: sembraban, cazaban, hacían familias, se enfermaban, peleaban y morían. Cualquiera que observase su agreste estilo de vida no pensaría que eran poseedores de una visión cosmológica superior a la de muchas sociedades de su tiempo y, según algunos, de todos los tiempos.

Su forma de ver el transcurso de la vida y la existencia no ha sido hallada en cultura alguna que de la cual sepamos hasta ahora. Esta cualidad se manifiesta particularmente en la singular concepción cronológica de esta tribu: los Bezchaz no veían al tiempo como un ciclo, sino como un constante avance hacia lo que podría traducirse como la Nada, que para ellos era el portal hacia lo que se podría traducir como el Todo.

Se ha dicho, y para esto consúltese cualquier compendio decente de antropología, que la primera idea del tiempo para muchos pueblos de la humanidad tuvo que ver con una noción circular. Esto no tiene mucho de descabellado si consideramos que hay patrones de repetición, y que – esto lo supimos en Occidente después de mucho resistirnos a la idea de que no éramos el centro del cosmos, mandando a algunos a la hoguera apenas por sugerir tal cosa – el propio mundo en el cual vivimos tiene una trayectoria elíptica.
Las estaciones se convirtieron en el camino que llevó a muchos hombres primigenios a pensar en que el tiempo era algo que se repetía. Luego otros introdujeron la idea de un tiempo lineal, y empezaron a enumerar los años en una incesante marcha hacia el infinito; sin embargo, esta idea aún mantuvo elementos cíclicos: la repetición de siete días se va repitiendo en semanas, y los conjuntos de semanas que llamamos meses también se repiten independientemente del año.
 
Los Bezchaz, sin embargo, no pensaban así.
 
Si bien en la tribu se entendía – no eran estúpidos, después de todo – que existían patrones en la naturaleza que se repetían (es necesario mencionar que tenían, por ejemplo, una hermosa nomenclatura para las estaciones que estaba relacionada lingüísticamente con ciertas actitudes: el invierno era La Indiferencia, la primavera El Canto, el verano El Abrazo y el otoño La Tristeza), no había nada en estas repeticiones que les hicieran pensar que los días se repitiesen en ciclos como semanas o meses. De hecho, quizá la costumbre más extravagante de los Bezchaz era el ritual que practicaban los más altos jefes de la tribu todas las madrugadas, en donde decidían el nombre del día que vendría al despuntar el alba. De este modo, los Bezchaz le daban un nombre distinto a cada día de su historia, jamás repitiendo un nombre como no se repetía ningún día.
Es entendible que esta forma de ver el tiempo sea vista como un gran inconveniente para nuestras sociedades actuales y su mañas de productividad y desarrollo, pero el estilo de vida de los Bezchaz les permitía construir una existencia gratificante con esta visión del mundo. Claro que contaban con ciertas ventajas que les permitían pensar así. Aparte de ser un grupo muy reducido de personas (uno de los dos especialistas en los Bezchaz que quedan alegan que esta comunidad nunca sobrepasó el centenar de individuos), tenían un sistema numérico muy efectivo, así que no tenían problema alguno en decir – en su lengua, claro, que es otro objeto de estudio al cual no nos referiremos aquí por cuestiones de espacio y escasa, por no decir nula, información existente  – “nos vemos en ocho días”, y evitaban mencionar, porque no lo sabían aún, el nombre del día en que se verían.

La noción de un día como un espacio de tiempo que no volvería a repetirse jamás permitía a los Bezchaz contemplar cada día de su existencia como único e irrepetible. Carecían de fechas conmemorativas – en realidad, carecían de “fechas”, en el estricto sentido de la palabra – aunque la tribu procuraba, cada cierto tiempo, celebrar la existencia de alguno de sus miembros al menos una vez cada estación. Pero sabían que el día en que nacieron no volvería, y que el día de su muerte sería también un día único e irrepetible. De hecho, quizá su rito más particular era la ceremonia diaria del bautizo del día, en el cual se reunían para decidir qué nombre llevaría el ciclo solar en el cual se encontraban.
De la desaparición de los Bezchaz se sabe aún menos que sobre otras áreas, esto por no admitir que no se sabe absolutamente nada. Su filosofía no se extendió a ninguna de las sociedades aledañas, y llevaron la mayor parte de su existencia con un contacto sumamente limitado con otras culturas. A lo anterior hay que sumarle que se hallaban, se cree, en una región de características geográficas que aún calificaríamos como hostiles e insoportables. Algunos teóricos creen que un suicidio colectivo fue lo que hizo que la tribu dejase de existir, mientras que otros le atribuyen su desaparición a un desastre climático o a conflictos con otros pueblos.

Las pocas representaciones que se tienen de los Bezchaz no provienen de ellos – ya hemos dicho que no dejaron huella alguna en la historia, y luego de leer esto se puede especular que, si lo tuvieron, su registro histórico seguramente nos resultaría tan excéntrico como su visión del tiempo –,  sino de pueblos que les sucedieron mucho después y ocuparon las tierras donde alguna vez habitó esta singular tribu. Se deduce que el impacto de los Bezchaz en sus vecinos no ameritó más que algunas modestas representaciones en pintura y escultura rudimentaria.  Aunque cada representación obedecía a los patrones culturales del pueblo que las creó, hay un elemento en que todas coinciden: todos los Bezchaz son representados con una efusiva y contagiosa sonrisa.


viernes, 16 de diciembre de 2011

Guerra Fragmentada (Vallejada en Si menor)


Explota.
El viejo andar de los espectros que te vieron.
Tirita.
Dulce mirada extinta entre isótopos erráticos.
¿Te veo?
Sentidos perdidos que desmenuzan las ronchas del abismo.
Misión.
Chorro de aceite que devora Camila, hambrienta.
H.
Nombre temido de prisión ardiente.
.
lo que te dije es cierto. Ya no.
Llev
(mancha)


martes, 13 de diciembre de 2011

Los grillos y la brevedad

Le dice un grillo a otro, interrumpiendo su concierto nocturno: "Todo es breve, aunque nos parezca eterno".

Y fueron éstas las únicas palabras humanas que algún grillo pronunció en nuestro mundo.


El Paquete Esperado


Después de días de espera, llegó la caja.

Al principio, la contemplaba con intriga y fascinación: sabía que lo que había deseado por tanto tiempo se encontraba adentro, y de algún modo no estaba listo para abrirla. La llevó a la sala de su casa con mucho cuidado, como si dentro del paquete no hubiese nada protegiendo la fragilidad del contenido. Chequeó las etiquetas, verificando que en efecto – y como si pudiese ser de otro modo – era el paquete esperado. Luego, sus dedos se deslizaron sobre las solapas de la caja, buscando ese punto débil que todos los paquetes tienen, el que permite desentrañar los secretos de su apertura.

Decidió que buscando un cuchillo evitaría dañar la preciada - ¿preciosa? – caja. Desde siempre había procurado mantener las cajas de sus cosas más valoradas en un estado tan inmaculado como la cosa en sí. No concebía el sutil arte de la posesión de objetos de otra manera.

Una parte de su ser intentaba sacar lo antes posible el contenido de la caja; otra se deleitaba con los bordes de cartón, los trocitos de styrofoam, y las envolturas plásticas que arropaban al objeto que estaba dentro. Le sorprendió la ausencia de manuales de instrucciones, no tanto porque no supiese usar el objeto que recibía, sino porque hojear esos instructivos formaba parte de su minucioso ritual de posesión. La nueva experiencia desempaquetadora era tan minimalista como la cosa recibida.

Dudaba sobre qué era exactamente lo que le hacía sentir tanto gusto. Se resistía a verse como un ser manipulable por las argucias del marketing, pero no podía negar que había algo en el pequeño logotipo que le hacía sentir como el invitado de honor de algún spa caribeño, o incluso como el ganador de algún prestigioso premio. Era una recompensa, una señal de la vida que le decía: “aquí tienes esta cosa, para que le encuentres sentido a tu existencia”.

Pero parte de él, una tercera (¿o cuarta, quinta quizá?) sabía que todo era una ilusión. Que la cosa – o las cosas – no iban a darle sentido a nada. Que el objeto y la caja eran absolutamente irrelevantes en el gran esquema de las cosas. Que todo, absolutamente todo, era irrelevante en el gran esquema de las cosas. Incluso el gran esquema de las cosas. Especialmente, insistía esa odiosa parte de su ser, el creer que había un gran esquema de las cosas.

Pero las otras partes silenciaban a la aguafiestas, la amargada, la que no podía darse el gusto de disfrutar de nada. Las otras partes estaban de fiesta, porque habían recibido un objeto anhelado. Un objeto que con el sudor del trabajo llegó por fin a materializarse en el esquema, en su minúsculo, irrelevante, inconsecuente e ínfimo esquema de las cosas que significaban todas las razones que se pueden tener para vivir.

Así, al menos, había sucedido la mayoría de las veces, hasta ésta.

Con el objeto ya en sus manos y todas las menudencias de la caja regadas por doquier, se dejó caer en el piso y se olvidó de todo y de todos, incluso, poco a poco, de lo que quedaba sí mismo. Su ser se seguía deleitando – ¿atormentando? – pensando en cosas, paquetes, envíos y compras; tanto, que al momento de suicidarse no se sentía ya humano, sino otra cosa más en un mundo de comerciales, cajas, logotipos, productos y esquemas irrelevantes.




domingo, 11 de diciembre de 2011

Remodelando

Si bien el abandono de mi taller/hogar/mente/mundo es notorio, me tomé la libertad de hacerle una remodelación de estilo. Ahora tengo unas ventanas que me permiten contemplar las Llanuras de la Nada en mis  cada vez más raros momentos de ocio. Antes no era sino un tragaluz. Sigue el desorden, permanecen los fragmentos desechos. Las remodelaciones al Cachivachero no se deshacen de nada, así que probablemente he ocasionado el nacimiento de más cachivaches. Espero entrar alguna vez - porque aunque he remodelado, no he entrado: no pregunten cómo se remodela un lugar como éste, entre sus inutilidades no hace falta tal explicación - a presentarles algunos más de los innumerables cachivaches que aquí habitan; claro, contando con que no se escondan.

¡Hasta la próxima, que espero sea pronto!

Sin excusas

No puedo justificar el abandono del Cachivachero, pero quizá tampoco el Cachivachero pueda justificar su abandono hacia mí. No se trata de una excusa, pero así mismo me lo advertí en el momento en que abrí este pequeño agujero hacia el desorden de mi mente. Pedirle constancia al Cachivachero - tanto al lugar como a mi persona, pues muchos allegados me han sorprendido llamándome a mí "El Cachivachero" - es atentar contra su propia esencia. No lo controlo, no me controlo; no al nivel que incumbe a los relatos o fragmentos de relatos que aquí se cuentan. He aprendido a aceptarlo, he aprendido a aceptarme. No son excusas, son confesiones de nuestra - mi - esencia.


Advertencia de una gente minúscula

Un trozo de pergamino viejo perdido entre el Cachivachero, escrito por quién sabe quién, quién sabe cuándo:


“No todo lo que hay en la naturaleza está hecho para que el hombre lo sepa, y hay mucho que una vez se supo que ha quedado olvidado; mas no por eso ha dejado de existir, y no es nuestra culpa que los hombres se hayan vuelto ignorantes, esto no evitará que nuestra gente siga influyendo en su Destino...”

Gelmarás, el Gran Rey Duende de la Montaña Gris, en su triste canto de despedida