sábado, 28 de mayo de 2011

Despotricando: "Polarización: la guillotina de la Razón"

La serena razón huye de todo extremismo y anhela la prudencia moderada. (Molière)



            No es secreto para nadie que la situación actual de Venezuela se desarrolla entre las oscilaciones de un ruidoso péndulo político que parece estar cobrándole a la nación todo el tiempo que se pasó ignorando los problemas de sus ciudadanos. Tampoco hay que hurgar mucho para darse cuenta que, después de doce años, nuestro gentilicio (o lo que creemos que éste significa) parece estar a punto de reventarse, tal como un retazo de tela que es halado por sus extremos en direcciones opuestas, quizá creyendo que podrá dársele una forma nueva o mejorarse, cuando en realidad sólo producirá su destrucción.

            Es aquí donde conviene tomar muy en cuenta la palabra “extremo”, una que también ha obtenido un papel protagónico en el escenario de la política venezolana, y al que no sería muy descabellado calificar como parte  del “Teatro del Absurdo”. Y es que si bien la política nacional se dibuja a sí misma como una disciplina seria, de personas con trajes que redactan leyes y manifiestos, en la mayor parte de nuestra historia nacional no se ha tratado sino de una fábrica de falacias, esos engañosos caminos irracionales que han formado parte de nuestra historia y que quién sabe si forman parte de la propia esencia del ser humano.

            Las falacias principales que presenta el extremismo se derivan de la conocida expresión “si no estás conmigo estás contra mí”, frase que cercena inmediatamente todo pensamiento que no se ubique en una (y sólo una) de dos posiciones, sin dar espacio a intermedios. No es nada difícil comprobar que esta filosofía plaga la historia humana de una manera más que alarmante, y se ha colado tanto en doctrinas religiosas como sociales, dividiendo a las sociedades en facciones que realmente no provienen del raciocinio de los ciudadanos, sino que acaban instalándose gracias a una constante manipulación de los sentimientos de esa entidad etérea conocida como “pueblo”, cuyo significado cambiará según le convenga al discurso dominante, uno que, volviendo al asunto que nos compete, se vale del extremismo para delimitar claramente un límite que, aunque imaginario, producirá problemas bastante reales.

            Porque sin duda los tiempos de revolución son tiempos de reacciones extremas que se comportan como una suerte de Principio de Arquímedes (ése que cuando lo descubrió exclamó ¡Eureka!), pues tarde o temprano la masa descontenta y marginada de un país lo empujará con una fuerza igual o mayor a su propio peso. Es decir, que los períodos de “calma” de la realidad social venezolana no son sino los momentos previos al empuje de un sector de la sociedad que ha sido excluido (o sumergido, para continuar la analogía arquimidesca) y que sólo ejerce su derecho natural a rebelarse. Así lo hicieron en su momento los llamados “blancos criollos” (grupo al cual pertenecieron muchos de nuestros idolatrados próceres, incluyendo al tan estatuado pero nunca demasiado analizado Simón Bolívar) contra una corona que los oprimía, y también se vio este fenómeno con la expulsión de numerosos presidentes que fueron derrocados durante la Guerra Federal por las mismas gentes que intentaban oprimir, por dar algunos ejemplos que se podrían extender (y de hecho lo hacen) hasta nuestros días.  

Entonces, si seguimos el principio lógico de este precepto, mientras mayor sea el “peso” de la masa social marginada, mayor será su potencial reacción en el momento de producirse el “chispazo” revolucionario, ¿cierto? Pero son pocos los que entienden esto, y asumen que los procesos de cambio de una nación son generados instantáneamente, por quién sabe qué fuerza picaresca que no tiene otro objetivo que incomodarnos. Hay muy pocas ganas de ponerse a analizar la verdad del asunto, porque la comodidad es uno de los grandes atractivos de la polarización falaz: simplemente se odia al que piense distinto.

Ahora bien, aclarado el punto anterior, creo propicio volver al asunto de los extremos, que es el término que nos atañe. Ya he dicho que estamos en tiempos de revolución (tomando para esta afirmación el simple hecho de que dos realidades sociales han chocado y están en constante batalla), y en situaciones como la nuestra los pueblos parecen decantarse por posiciones antagónicas y excluyentes de sí mismas, al punto de que si una porción de la sociedad dice “blanco”, la otra no dudará en decir “negro”, incluso antes de ponderar en qué ha motivado su respuesta. Porque si algo es cierto es que a la humanidad le gustan las dualidades, y para todo fenómeno parece encontrar su opuesto directo, desde el Cielo y el Infierno, Dios y el Diablo, el día y la noche, la Luna y el Sol, y muchos más, como la izquierda y la derecha.

¡Cuán oportuna la anterior enumeración de fuerzas opuestas, que me ha traído justo adonde pensaba ir! Porque hoy día resuena en el escenario sociopolítico esta dualidad más que ninguna otra: la de la “izquierda” contra la “derecha”, dualidad que, para variar, es indicativa de nuestro atraso con respecto a las volteretas que ha dado el mundo, pues no solamente son términos que se originaron en tiempos de la revolución francesa, sino que la Guerra Fría se acaba, y salimos los venezolanos al galope a recrear nuestra pequeña versión (sin los actores principales ni conocimiento del origen del término), porque dizque nos perdimos la función.

En fin, a lo que vamos: el “pueblo” (término etéreo y engañoso por demás, del cual espero hablarles en otra oportunidad) se ha dado a la tarea de enfranelarse de acuerdo con el extremo que encaja mejor con sus ideales, y como si de un recalcitrante fanatismo deportivo se tratase, no dudan en dejar soltar su repudio por lo que asumen que es el pensamiento contrario, uno que no se molestan en analizar ni mucho menos comprender, pues no está en las reglas del extremismo el contemplar al que piensa distinto a él de otro modo que un adversario. Un enemigo. Una fuerza que hay que eliminar. Una opinión que no debe salir a la luz. Una voz que no debe escucharse. Y otras variaciones sobre el mismo tema.

Quizá lo más grave acerca de la polarización, como se ha podido (espero) ver en lo escrito anteriormente, es que con mucha facilidad puede su acusador convertirse en quien la esgrime. El primer paso hacia la polarización extremista radica, en mi opinión, en la imposibilidad de ver al “contrario” como el “otro”. Es decir: un extremista no posee la empatía necesaria para reconocer que lo que define como realidad no es sino un  fragmento de una totalidad compuesta de muchas realidades, y aún así cree que toda opinión distinta a la de él está sencillamente errada. Tal conducta motiva generalmente en su interlocutor (y de nuevo uso el ejemplo de Arquímedes) una fuerza de igual magnitud pero de sentido contrario, empezando el “round” de la polarización.

Con esto se cae en un círculo vicioso de falacias y descalificativos que nos llevan al sendero de ninguna parte, siendo, por ejemplo, el chavista un “niche ignorante” y el opositor un “pitiyanqui sifrino” (por nombrar algunos de los más populares peyorativos), ensanchando aún más la grieta que ha dividido al país, no desde hace doce, sino desde hace más de cincuenta años, y quién sabe si hasta unos cuantos siglos, desde que nos volvimos – muy discutiblemente – independientes.

Ah, sí, porque la primera inocentada es la de creer que esto se produjo de la noche a la mañana. No, estimados, las explosiones sociales pueden dar la impresión de originarse instantáneamente, pero la presión que las origina toma mucho tiempo en acumularse. Tiempo en el cual, en el caso de Venezuela, de no haber sido presa del franelismo demagogo (sí, ese que sumió a la política en tres o cuatro consignas, una cancioncita, una franela y una promesa) el país pudo haber atacado los problemas a tiempo. Si bien estoy completamente de acuerdo en que hay que “educar al pueblo”, quisiera recordarles que eso que llaman “el pueblo” no es más que la TOTALIDAD (y me permito el uso indiscriminado de mayúsculas gritonas para enfatizar mi punto) de una nación, y no ninguna de las abstracciones etéreas que se le han dado con el objeto de convertirlo en otra de las muchas falacias políticas. “Fulano está con el pueblo” se lee por ahí, aludiendo a que quién no esté con Fulano simplemente no es del pueblo; es decir, otra argucia más del extremismo político en aniquilar el respeto hacia el otro.

Aprovecho de preguntarle a un grupo de gente que me pasa por enfrente para ver qué le parece lo que he dicho hasta ahora. Me aproximo a cada uno de ellos con las paginitas de este escrito y una señora me contesta: “Así es, hijo, en eso nos tiene este régimen en el que vivimos. Estos monos se han dado a la tarea de dividir al país”. “Momento: párese ahí” le digo. “Sí, usted, la que usó el adjetivo simiesco. ¿Se ha dado cuenta usted que al criticar al contrario puede caer fácilmente en la trampa de la polarización, recurriendo a las generalizaciones e insultos de quien usted critica?” La señora, algo irritada por haberle señalado su error, contesta: “Ay, mijito, ¿y qué quiere usted que yo haga? Ya esto se lo llevó quien lo trajo. Si aquí hubiese un gobierno de derecha, las cosas serían distintas”. Y sin darme más tiempo para conversar con ella, sacude su cartera y se retira de la sala, murmurando algo sobre los “Ni-Ni”.

Sí, lo anterior es una dramatización, pero como muchas películas está “basada en hechos reales”, y si quieren pruebas revisen los foros de los sitios de noticias más populares del país, o la misma red de Twitter: muchos “patriotas” que alegan querer una Venezuela libre, de esos que citan las frases de Churchill en contra del socialismo aunque no sepan bien de qué va lo uno o lo otro, se comportan de manera tan intransigente como el propio extremo que critican. ¡Y ay del que se digne a señalarles su error! Ya conocen cómo llaman en Venezuela al que no está NI con el gobierno NI con la oposición (y si no saben, la pista está en las letras mayúsculas), y tal es la polarización actual que el hecho de no elegir bando se ha igualado con ser un traidor a la patria o alguna de esas cosas.

Ahora bien, estoy seguro de que al que le presenten un dilema como: “En el barrio donde usted vive estaremos en guerra pronto, y tiene que elegir un bando. ¿Desea usted ser del grupo de los Imbéciles o prefiere ser del grupo de los Idiotas?” reconocerá que tiene que haber otra opción, algo con lo cual pueda sentirse identificado. A lo que el promotor de semejantes opciones contestará: “No, mi estimado amigo, verá usted, corren tiempos en que usted debe ser o lo uno o lo otro. Elija, pues: ¿Imbécil o Idiota?”. Como difícilmente una persona accede voluntariamente a definirse como imbécil o idiota, ese hipotético personaje se daría cuenta de lo absurdo, injusto y dañino de la vieja falacia de la polarización, una que pretende reducir todo a una dualidad absurda, y lo que es peor, una dualidad cuya aspiración final es convertirse en una suerte de monismo, pues en feroz dialéctica sueña con el monopolio total de los puntos de vista. Los promotores de la polarización con frecuencia terminan su acto sacudiendo los hombros de su clientela y gritando desaforadamente cosas que al final pueden traducirse como: “¡Al diablo el pensamiento crítico, la tolerancia y el sentido común! ¡Elija un bando, carajo!”, a lo que muchas veces (más de las que creen) las masas aplauden y celebran, calificando como palabras de liderazgo y cantando alguna canción proselitista.

Mientras se ocupa dándole continuidad a esta bochornosa situación, el pueblo no se da cuenta de que camina hacia su desgracia; y sí, me tomo la libertad de usar esta expresión fatalista porque creo que el momento lo amerita. He dicho algunas veces que en esto de la dialéctica suena muy bonito aquello del ojo por ojo solamente hasta que termina uno tuerto. Y si bien el pueblo venezolano está ciego, creo que aún hay tiempo de abrir los ojos antes de que sean devorados por los cuervos extremistas que con sus graznidos guían al país hasta ese ingenioso y cruel aparato que alguna vez se encargó de cortar cabezas y hoy ha sido modificado para extirpar la razón de ellas. Y he aquí entonces que termino advirtiéndoles que, de hecho, la polarización es la guillotina de la razón. ¿Qué dicen? ¿Se dejarán decapitar, o recapacitarán antes de verle los ojos al verdugo?