jueves, 7 de julio de 2011

Encuentro Ideográfico

"Las que conducen y arrastran al mundo no son las máquinas, sino las ideas"
Victor Hugo

Era inútil: la página permanecía en blanco. Quizá en otros tiempos la papelera hubiese estado abarrotada de ideas arrugadas y amorfas, y alguna frase incompleta le contemplaría desde el pedestal de una máquina de escribir. Pero no era así; en su época lo único que sobrevivía de una idea era el fantasma que perdura en la cabeza de quien la escribió, porque el procesador de palabras es un demagogo que repite incesantemente la mentira de que en aquella pantalla en blanco no ha pasado nada, y muestra un espacio pulcro en lugar de un triste cementerio de pensamientos obliterados del plano real.

Salió a fumarse un cigarrillo al balcón, pensando – como siempre – que en realidad sería el cigarrillo quien fumaría un poco de él. ¿Qué importaba? Igual la vida encontraría algún modo de desgastarlo, deteriorarlo: eliminarlo. Entonces, ¿por qué no tener la seguridad – o ilusión – de que incluso en la eventual  visita de un sarcoma pulmonar era él quien tomaba sus decisiones? Aunque, la verdad, ni siquiera él se creía esas excusas baratas. Fumaba, y ya lo había aceptado.

Cuando se alejaba de las letras, sus pensamientos no eran sino ecos de un mundo mecánico. Le daba la impresión, a veces angustiosa, a veces reconfortante, de que cuando sus manos no tamborileaban sobre un teclado, abandonaban su conexión con el etéreo mundo de las ideas y eran solamente útiles para cosas mundanas: agarrar un vaso de whisky, desabrochar un brassiere, tocar un timbre, abrir la puerta del carro o, recientemente, la ya mencionada fumadera.

El caso era que esa noche estaba cansado, cansado de asesinar ideas que no era capaz de completar. Más de una vez se había excusado ante su editora de tener writer’s block (porque el término anglosajón parece ser más glamoroso que admitir que estaba simplemente “bloqueado”, que es también un simple eufemismo para decir que todo lo que brota de su cabeza es una sencillísima mierda), así que no concebía volverse a presentar ante su jamaiquina mentora para solicitarle una prórroga al artículo inexistente que debía ser publicado en aquella pomposa revista literaria.

En el estático aburrimiento de su patio, la vio pasar: una ráfaga púrpura en medio del resplandor indiferente de las luces del estacionamiento. De inmediato le sacudieron memorias inconexas que de algún modo le dieron sentido al momento, pero le abandonaron tan rápidamente como llegaron. Conocía ese color, y también ese aroma que se imponía sobre el penetrante olor a ausencia que tenía la calle donde vivía. ¿Sería ella?

Con una urgencia que no había sentido en casi una década, no creyó tener tiempo suficiente para salir por la puerta del apartamento, así que, luego de despedirse temporalmente del cigarrillo, brincó sin pensarlo la baranda del balcón, y su osadía hizo rechistar a un mapache que no parecía agradecerle el pisotón que le había dado, pero a él no le importó el reproche del mamífero nocturno, y lo ahuyentó haciendo un ruido extraño que quizá significaba algo para aquellas criaturas, porque el animal se retiró sin continuar los insultos que profería en su lengua secreta.

 En la soledad del estacionamiento, se sintió más minúsculo que nunca, como si todas las dimensiones del universo repentinamente le fuesen reveladas, y por tanto su existencia careciera de sentido e importancia.

“Entonces, después de tanta crítica, ahora fumas…” dijo una voz, entre riendo y juzgando.

“Algo hay que hacer. Unos fuman, otros matan…” respondió vagamente, intentando divisar a su interlocutora, aunque sabía muy bien quién era.

“Ese algo, para ti, solía ser escribir…” replicó la voz, con ese doble tono de reprimenda y jocosidad que se negaba a caer en la trampa lastimera que él le ponía.

“Sigo escribiendo, pero en estos días las ideas son escasas. Ya todo está dicho, todo está escrito, ¿qué puedo añadir yo?…”

El purpúreo torbellino surcó el asfalto con gran ímpetu, sacudiéndole la – cada vez más escasa – cabellera, y finalmente materializándose frente a él como lo que era: una mujer apenas más baja que él, de cabellos oscuros, piel de luna y una mirada profunda y achinada que se ocultaba detrás de unos anteojos negros. Vestía una especie de capa (¿o era bufanda?) que le brindaba aquél matiz a sus veloces movimientos. Le regaló una efusiva sonrisa, y él la abrazó con fuerza, momento que se resolvió, inesperadamente, en un doloroso y morado pellizco.

“¿Por qué haces eso?” preguntó riendo, aunque aún adolorido por el repentino ataque, que dolía más en su mente que en su brazo izquierdo.

“Para que dejes de decir estupideces” sentenció con gravedad, adoptando una postura que le otorgaba cierta majestad en el extraño cuadro urbano que componían él, ella y las intrigadas luces del estacionamiento. “El único obstáculo entre las ideas y tu mente eres tú mismo. ¿Acaso no recuerdas cuántas historias solías darme?”

“Eso era antes…”
“¿Antes de qué?”
“Antes de, pues, esto. ¿Crecer, envejecer?”
“¡Ni que tuvieras cien años!”
“Pues, ya parecen… ¿Dónde has estado? Pensé que me habías olvidado…” dijo, entre triste y juguetón.
“El abandono y el olvido son dos cosas muy distintas, pero el último es infinitamente más terrible que el primero” dijo, reflexiva. Luego añadió: “Me preocupa, por cierto, que tú estés empezando a olvidar”.

 Calló por un momento, y admitió: “Quizá sea lo contrario: por más que intente, no puedo olvidar. Vivo en una melancolía que se disfraza de sarcasmo para no paralizarse. Y aún así, me siento paralizado ¡Ya ni escribir un artículo de dos páginas puedo!”

“Quizá ese sea el problema” señaló que no estás hecho para escribir artículos de dos páginas. Yo no sé quién te metió eso en la cabeza. Eso es parte del olvido al que me refiero: has olvidado tus historias, te has refugiado en los vértices de un mundo cuadrado al que no perteneces, y te haces daño al intentar ignorarte”.

“¿Me analizas?” dijo, dándole la espalda. “Eso tampoco es común en ti. Y a mis historias no las abandono; por el contrario, estoy siempre encadenado a ellas. Hace un poco de frío, ¿quieres entrar?”.

“Sí, quiero” dijo, pero añadió rápidamente: “pero no puedo. Estoy trabajando”.

“¿Aquí? Qué casualidad…” dijo, ocultando una tristeza en una irónica incredulidad.

“Ahora sí me sorprendes: nunca creíste en casualidades” indicó ella, sin cambiar su expresión. “Pero sí,            trabajo, y en efecto es un curioso evento que haya tenido que venir aquí, justo aquí”.

“¿Quién es esta vez?” preguntó él, aliviado de poder sacar la conversación del agujero de escrutinios mutuos en la que estaba encerrada.

“En verdad no lo sé” admitió ella, un poco sonreída, “pero le traigo uno de mis favoritos. La señal se vio con mucha claridad: sea quien sea, necesita este libro”.

Sacando de su capa – o bufanda – un morralito de cuero gastado, ella le mostró aquel pequeño volumen que conocía muy bien.

“Ahh, Momo” sonrió, recordándose vestido de camisa azul y leyendo a Michael Ende entre el bullicio de un colegio que se pintaba blanquinegro en su memoria. “Es una gran historia... ¿quién pensaría que en verdad existen los ladrones de tiempo?¿Quién recibirá esta historia, y para qué?”

Ella no le respondió, aunque lucía algo impaciente, y volvió a guardar el libro y a esconder la mochilita dentro de su ropaje púrpura.

“Yo sólo cumplo con dejarles el libro” dijo finalmente, volteándose hacia él. “Lo que concluya cada quien no depende, ni debe depender, de mí ni de nadie. Precisamente por eso me tomo esta misión tan en serio. No te imaginas lo necesitada que está la gente de ser expuesta a estas ideas, las que justamente les permitirán crear las suyas propias. Y cada vez hay menos; te confieso que eso me angustia…”

“No me vayas a pellizcar” dijo él, bromeando un poco, pero no tanto “pero creo que hay menos necesidad de crear nuevas ideas que de conocer las viejas…”

“Bueno, tocaste el fundamento de nuestra misión, de los Ideográficos...” contestó ella, con una mueca escéptica, y añadió: “pero ten cuidado, ese camino es peligroso si te llega a conducir a la resignación. El día que renunciemos a nuestra capacidad de crear, estaremos muertos aunque no lo sepamos, y eso ya te lo había dicho en otra oportunidad”.

“¿Estoy muerto?” preguntó él, quizá sólo para provocarla.

“Pendejo” sentenció ella. “Te voy a decir una cosa: si algún día aparece tu nombre en uno de mis sobres, más te vale que tengas algo que pueda entregarle a ese anónimo destinatario que necesite de tus historias. Esas ideas podrán venir de ti, pero no tienes derecho a impedir su nacimiento, así que déjate de resignaciones y de volteretas existenciales: ponte a escribir”.

Un ruido en la calle impidió que la sonrisa que él iba a esbozar se materializara a plenitud, e hizo lo único necesario para destruir un momento eterno: mirar el reloj.

“Yo también debo seguir mi camino” dijo ella, sin molestarse en saber la hora, como si su medida del tiempo no necesitase de agujas ni números. Le dio un abrazo que evocó más momentos de los que pueden meterse en un segundo, y sin embargo cupieron.

Luego de retirarse la ráfaga púrpura con la misma rapidez con la que vino, volvió a quedar solo. Solo, sin historias, fumando; es decir, tal como había empezado. Se dio cuenta de que su reloj le mentía: al parecer, el encuentro no había ocurrido, al menos no para el caprichoso dueño del tiempo.

“Ahora sí me acomodé” dijo, cascarrabias. “En el psiquiatra voy a terminar, si de paso se me empiezo a inventar pistoladas…”

Decidió caminar un rato antes de sentarse de nuevo frente a la cibernética página en blanco. En ella no pudo verter ni una sola letra referente a la irrelevante historia que le habían encomendado; en su lugar, decidió escribir el encuentro con ella, su vieja amiga, la Ideográfica, como para dejar algún rastro de la visita que, para todos los efectos, nunca se dio.

Poco le importaba cuál sería la reacción de la editora, o si el atrevimiento le costaría su trabajo actual. Ya conseguiría otro. Lo que se dio cuenta aquella noche que no podría conseguir sería más tiempo para terminar sus viejas y polvorientas historias, y se dedicó hasta el amanecer de aquel día hasta el anochecer de su vida a terminarlas, siempre con la esperanza de que una ráfaga púrpura de ojos achinados las necesitase algún día para dejar en la puerta de algún futuro lector.

¿Las terminaría? Quién sabe…


Dedicado a María de los Ángeles Pérez, la Ideográfica, mi amiga.
Julio del 2011