domingo, 6 de febrero de 2011

Despertares

Despertó, y cuando lo hizo, era de nuevo un niño de siete años.

Unas voces conocidas lo levantaban con apuro para que no perdiera el autobús escolar. Desconcertado, notó cómo su habitación retenía ese olor que por años trataría de identificar, sin éxito. Contempló la ventana, por donde se asomaba el canto de los pájaros que lo había despertado todos los días de su infancia, siempre unido a la desafinada y metálica queja de la puerta del estacionamiento, a la cual recordaría más tarde con más cariño que a los necios pájaros madrugones, a los que detestaría por siempre. Vio sorprendido sus manos, pequeñas y libres de angustia, con las que creía poder materializar cada uno de sus sueños. Permanecía sentado en la cama, aunque ya eran casi las seis y veinte, y entonces su padre entró a la habitación.

Su padre, cuyo rostro aún tenía esa mueca de severidad fingida que nunca ocultó por completo su complicidad, se acercó y lo arrancó de las sábanas, alzándolo por la habitación, provocando risas cuyo eco se adormecería con el paso de los años. Aterrizó de nuevo con una felicidad inexplicable, y con rapidez se puso el uniforme: una camisita blanca que lucía en el bolsillo izquierdo la insignia de su escuela (una que recordaría después como “el sello viejo”, pues cambiaría un par de veces en el transcurso de su formación académica), unos jeans y unos zapatos Reebok que para entonces consideraba la cosa más cómoda que pudiese ponerse en un pie, aunque no se molestara mucho en amarrarles bien las trenzas, distracción que lo perseguiría hasta entrada su edad adulta.

Salió de su habitación y contempló el pasillo que lo llevaba al baño, y se extrañó de ver sus dimensiones multiplicadas. Juraba que era más pequeño, lo cual no era raro, pues en su adolescencia lo atravesaría con tres zancadas. Al entrar al baño vio el pequeño taburete que lo ayudaba a elevarse hasta una altura que le permitiera verse en el espejo, y allí de nuevo vio un rostro conocido: el suyo. Sonrió con comicidad y reveló una cadena de pequeños dientes de leche, los cuales cepilló con fuerza y maña, como le enseñaría su primo el ortodoncista, siete u ocho años más tarde. Hizo lo que pudo para cepillar con fuerza la mata incontrolable que tenía por cabello, y le impresionó que no se le cayeran pequeños pelitos al hacerlo.

Salió del baño y abrió la chillona puerta que separaba la sala de las habitaciones, y pudo ver a su madre acercarse con toda su porcelanesca sonrisa para acomodarle su uniforme, porque siempre había algún detalle que enderezar, quizá alguna trabilla del cinturón que se le había olvidado. Tomó su morral de Los Simpsons y una lonchera sin dibujos particulares que había decorado con calcomanías de personajes que recordaría por más tiempo de lo que esperaba. Preguntó con una tímida curiosidad que si podía despedirse de su hermanita recién nacida, pero como había pasado una noche muy larga llena de llanto y cólicos, le dijeron que mejor esperase al mediodía para saludarla. Un par de abrazos, la bendición, y volando salió del apartamento, rumbo a la planta baja, contando cada escalón y compitiendo contra sí mismo, costumbre que con el tiempo se transformaría en uno de sus peores tormentos.

La planta baja del edificio lucía tal y como quedaría tatuada en su memoria: una sala ancha en la cual se encontraban varios caminos. Uno de ellos llevaba al estacionamiento a través de un largo pasillo de maleteros; el otro, directamente opuesto al anterior, era más corto y terminaba con el salón de fiesta. Hacia atrás estaban los ascensores, los cuales evitaría usar por mucho tiempo después de las frecuentes fallas eléctricas (aunque afortunadamente vivía en el primer piso), y hacia adelante una pared de vidrio que conducía hacia el porche y los intercomunicadores. Allí era donde se unía a sus amigos para esperar al autobús.

Los pudo ver: la silueta desgarbada de Alberto, al que la esposa del chofer confundiría - nunca pudo explicarse por qué -  varias veces con él, y que trabajaría en la biblioteca del colegio por muchos años luego de haberse graduado. Vio también el morral fucsia de la risueña Noemí, a quien llamaban Mimí, la que sería una de sus primeras amigas en quedar embarazada en la adolescencia. También vio la corpulenta masa del gentil Josué, hermano de Mimí, al que recordaría cada vez que comiese tacos mexicanos. Esos tres compañeros esperaban al “Transporte #1”, que los llevaba al colegio y sería conducido por el mismo chofer, Alí,  por mucho tiempo después de que él se graduase del colegio y emigrase del país.

Se subió al autobús dando un saludo soñoliento y casi inteligible, y se sentó en la penúltima fila. Había que aprovechar esos puestos, porque a la hora de la salida le era casi imposible sentarse en ellos. Los asientos de cuero rojo estaban más nuevos de lo que él recordaba, y pudo ver decenas de soñolientas caras que con el tiempo habría de olvidar. Algunos conversaban acerca de cómo pasar el quinto mundo de Mario Bros. 3, y otros, los mayorcitos, aprovechaban el tiempo para repasar sus notas. Él veía abstraído la ventana, no por evitar ser sociable con sus compañeros, sino por estar saturado de imágenes que si bien le eran comunes, aquel día tenían un peso y un impacto especiales. El trayecto permanecía tal y como lo recordaría con el paso de los años.

El edificio del colegio se alzaba imponente al final de la empinada calle, aún coronada por el viejo autocine que le dio su nombre. Al bajarse del autobús, volteó con disimulo al sitio donde colgaban los carteles de las películas, y comprobó que ya Chucky no le daba miedo alguno. ¿Cómo iba a dárselo? si en el futuro saldrían innumerables secuelas de ese ridículo filme. Entró al patio central del colegio, y mientras todos los estudiantes cantaban mecánicamente el himno, se esforzaba por detallar las caras de sus amigos y amigas, algunos de los cuales no habrían de cambiar mucho en su camino a la adultez, y otros cuyo rostro en nada se parecería al “producto final”. Pero lo que en verdad le causó gracia fue ver a tantas maestras que al cabo de los años dejaría de respetar por completo fingiendo una solemnidad plástica al escuchar las notas patrias. Intentaba ocultar sus carcajadas detrás de una sonrisita que, a decir verdad, hasta a él le parecía un poco ridícula.

Subieron al salón con el caos típico de aquellos días, precedido por el ensordecedor berrinche del timbre. Pensó, como otras tantas veces, que el sentido pedagógico de algunos planteles tenía forzosamente que provenir de los directores de Auschwitz, y también rió un poco para sí mismo al pensar lo extraño que era que un estudiante de siete años tuviese tal punto de referencia. Decidió guardarse sus referencias a historia y filosofía y hacer lo posible por actuar de acuerdo a su edad, actitud que, a decir verdad, siempre había tenido.

Las primeras clases fueron increíblemente tediosas, pero la compañía de sus amigos (y los que habrían de convertirse en) representaba una gran distracción en medio de la monotonía del método Palmer, el Himno al Árbol y una explicación bastante superficial del Ciclo del Agua. Afortunadamente siempre encontraba tiempo para hablar un poco (en voz baja) acerca de Las Tortugas Ninja, los juegos de Nintendo e incluso intercambiar barajitas clandestinamente, arriesgando un potencial chillido de la maestra de turno.

A la hora del recreo, hizo una larga y ruidosa fila para disfrutar de una empanada y un jugo de parchita por veinte bolívares, y le hizo gracia el ver a su amigo Wilmer, “el chino”, comprar con un billete de cien y gastarse casi todo el cambio en pequeños (y deliciosos) caramelos “Zoo”. Luego de comer, aprovechó el resto del tiempo para jugar en el “patio exterior” algo que su amigo Martín había inventado, un juego con reglas bastante triviales y mutables que llamaban “El Carcelero”.

Se encontró con algunos compañeros de otra sección, pero sintió algo distinto al verlos, un pequeño punzón en el estómago que lo abrumaba con tristeza. ¿Cómo podía preparar al juguetón Rodolfo para la muerte de su hermano mayor? ¿Sabría el pequeño Federico todo el sufrimiento que le traería la separación de sus padres, y su posterior encuentro con el crimen en un largo secuestro? Como aún no se conocían, no servía de nada acercárseles con el propósito de advertirles nada. Si algo sabía, era que al tiempo había que respetarle sus caprichos.

El mediodía llegó más rápido de lo que pudo haber esperado - y de lo que solía pasar - y se encontraba de nuevo en el Transporte Uno de regreso a casa. Y si aquel amarillento y ruidoso autobús tenía más de carro fúnebre que de escolar por la mañana, al mediodía era el más caótico concierto de sueños infantiles, materializados entre gritos, risas e hidratados con "chupi-chupis" para soportar el calor que precedía a la hora del almuerzo. Divisó por la ventana la fachada de su edificio, ése que tenía los "balcones torcidos" en un zigzagueante delirio arquitectónico que le daba a cada apartamento una distribución distinta.

Al despedirse de sus tres vecinos (que siempre se burlaban de su reticencia a montarse en el ascensor), corrió por las escaleras hasta llegar al apartamento número 13, que crearía en su edad adulta una tonta superstición de que aquél era, en efecto, su número de la suerte. Allí lo esperaban sus padres y su pequeña (y nueva) hermanita, en una armonía familiar que a los siete años nadie está en capacidad de valorar, pero que con el tiempo se vuelve el más claro símbolo de la felicidad.

Comió gustosamente, para sorpresa de su madre, ya que normalmente no le gustaban mucho las lentejas, y es que pasarían algunos años antes de que desarrollara un paladar para los granos. En pleno almuerzo, el teléfono interrumpió el acto de la ingesta, y se apresuró él a contestarlo (tanto para evitar que su papá o su mamá se parasen como para satisfacer la curiosidad de quién podría ser). Lo sacudió una ola de risas y cosas buenas cuando escuchó la voz de su abuela, que lo saludaba con una voz que le reconfortaba casi tanto como un abrazo. Su madre, al darse cuenta de quién llamaba, se apresuró en quitarle el auricular y conversó brevemente con ella. “Tu abuela viene el viernes a quedarse una semana” le dijo su madre después de colgar, generando una enorme sonrisa en su rostro, y un poquito de desdén en el de su padre.

Cuando ya habían terminado de comer y sus padres hacían la siesta, se sentó en el sofá del balcón y no le interesaba tanto la comiquita que sonaba en el televisor como la calle, la montaña y los mínimos ruidos que sólo recuerda aquél que sucumbe ante la nostalgia. Estaba allí, en su casa, en momentos de indescriptible y pura alegría. Y quizá tanta alegría no pueda ser soportada por un cuerpo de siete años, porque en el sofá del balcón se quedó dormido, pensando en su colegio, sus amigos, su hermanita y esperando ansioso la visita de su abuela, acaso la única que podría entender la singular situación en la cual se encontraba.

Extasiado de tanta felicidad, supo brevemente que nunca había conciliado un sueño tan profundo, pero pronto resolvió que en aquel momento le era más valioso estar despierto que dormido, así que decidió usar todas sus fuerzas para salir de esa siesta lo antes posible. Y allí fue que comprobó la triste realidad.

Despertó, y cuando lo hizo, era de nuevo un hombre de veintiséis años.