jueves, 27 de enero de 2011

El exilio de los Selenitas


Pocos lo saben, pero los últimos hallazgos científicos demuestran que hubo una vez en nuestra luna una gente mucho más civilizada que nosotros. Lo que es más: este grupo de individuos vivía allí mucho antes de que apareciéramos por aquí. Esta gente, a quienes nosotros llamaríamos “selenitas” (por nuestra nomenclatura que se niega a despegarse del griego), observó por algún tiempo el desarrollo de nuestro joven planeta y manifestaban una gran esperanza porque en La Madre (como llamaban a nuestra Tierra) se desarrollara una cultura hermana que, tal cual ambas orbes cósmicas, girase en simbiótica armonía con la de ellos. De más está decir que esto no sucedió, y aunque suene redundante, se debe mencionar que muy poco en realidad es lo que se sabe de esta gente, porque lo que los expertos sugieren es que en el momento de alzarse el primer hombre en su bípeda aventura, este pueblo de la Luna empacó toda su civilización y se fue lejos, hasta quién sabe qué confines de esta o alguna otra galaxia.

Cuentan los pocos documentos (hallados en profundos cráteres y sorprendentemente escritos en una lengua que, aunque totalmente diferente a las de acá, se entiende sin mayor problema por lo que los estudiosos han definido como “semántica del subconsciente”) que era la Luna un lugar muy distinto al que es ahora. Algo que vale la pena mencionar es el hecho de que los selenitas, quienes no parecen haber sido muy diferentes biológicamente a nosotros, habían logrado crear una atmósfera artificial, ya que sus medios de producción, a diferencia de los nuestros, exhalaban aire limpio y respirable. Todos sus desechos eran sintetizados de modo tal que no tuviesen que esperar siglos (o milenios) para biodegradarse, y todo aquello que podría poner en riesgo el equilibrio de su mundo era enviado directamente al Sol. De hecho, su carrera espacial fue creada, más que por la curiosidad por el universo, por su aversión a lo contaminante y lo tóxico.

La existencia de estos seres no deja de ser un misterio del cual poco será lo que podremos descubrir, pero también explica mucho acerca de la manera en que se “aceleró” el progreso tecnológico de la humanidad. Y es que según los expertos selenistas (que son -hasta ahora- tres) hubo entre los pobladores de la Luna quienes se dedicaron, pese a la ordenanza general de no acercarse a La Madre, a enseñar a nuestros simiescos ancestros cosas prácticas que permitieran su supervivencia, como el fuego, la rueda, y otras rudimentarias e inofensivas tecnologías.

Sin embargo, se cree que “el gran descontento” (término usado para referirse a la separación y repudio total de los selenitas a nuestra especie) vino cuando observaron que lo que habían ofrecido desinteresadamente a la humanidad había servido para que los primeros hombres ejercieran lo más terrible de su instinto: quemaban, saqueaban, creaban proyectiles redondos; hacían las cosas más impensables con las artes aprendidas. Incluso los hermosos templos triangulares que habían erigido para recibir a los selenitas en distintas partes del mundo se habían convertido en lugares de sacrificios absurdos y violencia disfrazada de ritual. Fue allí cuando los selenitas comprendieron que ese indefenso y peludo ser jamás podría comprender lo que era vivir en armonía, y que si los selenitas seguían ayudándolos, bien podrían dar significado a una palabra que ni siquiera existía en su idioma, y que sin embargo existe en todas las lenguas humanas: la guerra.

Y fue así que decidieron irse, pues no podían arriesgarse a vivir con tan impredecibles vecinos. La Luna quedó vacía, como si en cada uno de sus cráteres no hubiese habido nunca un soporte hidráulico para las grandes ciudades flotantes donde vivían los selenitas. Y cuando recogieron su gente, su cultura y su atmósfera no podemos saber qué sintieron, si alivio o tristeza, porque los sentimientos selenitas no son fáciles de entender por nuestras aún rudimentarias artes. Lo que sí dejaron claro era que aún entre ellos había quienes tenían la esperanza que los conocimientos que habían dejado junto a la humanidad podrían a su vez ser su salvación, pero eran muy pocos los que así lo creían.

Y en una noche donde en la Tierra los hombres estaban muy ocupados viendo hacia abajo, los selenitas se fueron para siempre de la Luna. Pero, según los tres expertos en el tema, hay indicios de que aún nos siguen observando. Y es que cada cierto tiempo, cuando ocurre un eclipse lunar y nuestro satélite se opaca de un rojo melancólico, se asoman unas pequeñas camaritas que dejaron instaladas para tomar una especie de fotografía (el lenguaje humano es aún muy limitado para referir con exactitud el término selenita) de cada rincón del planeta y chequear nuestro estado de vez en cuando.

¿Regresarán algún día? Nadie lo puede saber. Pero como lo comprobamos en 1969, la Luna sigue siendo un lugar desierto, como el resto de este rincón del universo en donde parece que nadie quiere acercarse. Y nosotros seguimos aquí, utilizando la sabiduría cósmica para nuestras necedades terrenales.

martes, 18 de enero de 2011

Entrando al Cachivachero

Pocos lo saben, pero este polvoriento lugar lleno de artilugios fantásticos, personajes anónimos, críticas fabuladas y memorias peregrinas no es lo que podría considerarse "de acceso libre". Sí, suelo referime a él como "mi cachivachero", y en verdad soy el único que se pone a registrar sus cajones con el ideal de mostrarles algún que otro objeto de los que aquí pernoctan, pero lo cierto es que el propio lugar (o quizá las criaturas que lo componen) parece a veces resistirse que lo pise muy seguido. De más está decir que el Cachivachero no tiene la menor idea de que es un blog, y aún tiene un poco de ático polvoriento e incluso otro tanto de sótano misterioso, pues ciertamente es un lugar que podría estar arriba o abajo de mi propia mente.

¿Que cómo es posible que el Cachivachero, estando dentro de mi mente, sea un lugar que se resista a mi presencia? Eso también tiene una explicación, una que creo pertinente dar ahora que yo mismo la he encontrado, después de una desesperada búsqueda. Y debo empezar por decir que como toda estancia en alguna casa o edificio, el Cachivachero tiene una puerta, una de la que sólo yo tengo la llave, y me fue dada cuando nací, quizá señalando que yo sería el guardián de tanta inutilidad. Les reitero que el hecho de que ustedes puedan verlo no quiere decir necesariamente que están dentro de él, sino más bien que lo observan desde una ventana que yo he puesto a su disposición. En fin, continuemos.

La puerta del Cachivachero es tan rústica y rimbombante como él, aunque no sé de qué árbol provenga la madera de la que fue tallada, porque aunque me atrevería a decir que es de algarrobo, quizá sea el barniz el que traiciona su apariencia. Pero esa puerta, crujiente y vieja, no es lo más importante acerca de la entrada al Cachivachero, sino más bien su cerradura, que aunque a simple vista parezca la de algún monasterio medieval, en efecto es ella misma también un cachivache muy particular.

Oxidada y antipática, la cerradura que permite abrir la puerta del Cachivachero tiene la cualidad (me gustaría decir única, pero estoy seguro de que en alguna otra dimensión esto es cosa muy normal) de cambiar a su antojo, poniendo en aprietos a la cansada llave (y a este servidor) cada vez que queremos entrar al mar de cajones que habita adentro. Un día, por ejemplo, puede representarse con la sencillez de una cerradura tradicional, y otro día puede esta cerradura tener grabado un águila bicéfala que no deja de carcajear cuando se introduce la llave equivocada, y sólo cuando ésta ha adoptado a su vez la forma exacta es que esa ave burlona despliega sus alas y permite que la puerta cruja con su polvorienta melodía.

Y sí, la llave también pertenece a esta misma estirpe de objetos que cambian a su antojo, aunque más bien en este caso debería decir "a capricho" de otros objetos. Una vez la llave me susurró que estaba harta de obedecer las necedades de esa cerradura, y que si no fuera por mí, hace tiempo que se hubiese escurrido de mi bolsillo para reposar en las profundidades de alguna alcantarilla o hueco de ascensor; ya saben, esos lugares que tanto les gustan a las llaves. Agradecí en el alma que fuese una llave tan fiel, ya que me han tocado otras que muy poco llevan de tan honorable adjetivo.

Hasta ahora no les puede parecer gran cosa el asunto: una cerradura que adopta diversas formas y una llave que se ajusta a ella. Pero es que ustedes no han ponderado en el hecho de que pueden pasar días, semanas, e incluso meses, antes de que mi fiel llave haya logrado no sólo analizar el mecanismo de la nueva forma de la cerradura, sino cambiado su forma de manera tal que su fisionomía produzca el ansiado cosquilleo que anhelan todas las cerraduras y que produce la apertura de una puerta.

En esto se me han pasado los meses, que no han estado exentos de angustia y tristeza de no poder mostrarles nuevos cachivaches, en la eterna espera que precede al olor de páginas solemnes y del sabio polvo de mis recuerdos, ése que permite que mi mente no sea una oficina minimalista y cuadrada, y que a cada momento del día quisiera visitar. Por ahora, lo he logrado: he entrado de nuevo al Cachivachero. ¿Cuándo le dará a la caprichosa cerradura por cambiar? No lo sé; nunca lo he sabido. Pero mientras tanto, intentaré mostrarles cuantos cachivaches me sea posible, no vaya a ser que la fidelidad de mi llave quiera también irse de vacaciones.

Bienvenidos, una vez más, a mi Cachivachero (que es también de mis cachivaches, por supuesto).