jueves, 22 de diciembre de 2011

Los Bezchaz y los Días Irrepetibles


En algún lugar remoto que jamás fue registrado como cuna de ninguna civilización, vivía un grupo de gente que no dejó rastro alguno en la historia humana. De hecho, el cómo sabemos de su existencia es solo a partir de conjeturas y datos inexplicables, incluso para quienes escribimos estas líneas. Seguramente les parecerá extraño saber que a pesar de eso no ponemos en duda que, en efecto, esta gente haya existido. El nombre de tal pueblo era Bezchaz.

Los Bezchaz eran una comunidad tradicional en muchos sentidos: sembraban, cazaban, hacían familias, se enfermaban, peleaban y morían. Cualquiera que observase su agreste estilo de vida no pensaría que eran poseedores de una visión cosmológica superior a la de muchas sociedades de su tiempo y, según algunos, de todos los tiempos.

Su forma de ver el transcurso de la vida y la existencia no ha sido hallada en cultura alguna que de la cual sepamos hasta ahora. Esta cualidad se manifiesta particularmente en la singular concepción cronológica de esta tribu: los Bezchaz no veían al tiempo como un ciclo, sino como un constante avance hacia lo que podría traducirse como la Nada, que para ellos era el portal hacia lo que se podría traducir como el Todo.

Se ha dicho, y para esto consúltese cualquier compendio decente de antropología, que la primera idea del tiempo para muchos pueblos de la humanidad tuvo que ver con una noción circular. Esto no tiene mucho de descabellado si consideramos que hay patrones de repetición, y que – esto lo supimos en Occidente después de mucho resistirnos a la idea de que no éramos el centro del cosmos, mandando a algunos a la hoguera apenas por sugerir tal cosa – el propio mundo en el cual vivimos tiene una trayectoria elíptica.
Las estaciones se convirtieron en el camino que llevó a muchos hombres primigenios a pensar en que el tiempo era algo que se repetía. Luego otros introdujeron la idea de un tiempo lineal, y empezaron a enumerar los años en una incesante marcha hacia el infinito; sin embargo, esta idea aún mantuvo elementos cíclicos: la repetición de siete días se va repitiendo en semanas, y los conjuntos de semanas que llamamos meses también se repiten independientemente del año.
 
Los Bezchaz, sin embargo, no pensaban así.
 
Si bien en la tribu se entendía – no eran estúpidos, después de todo – que existían patrones en la naturaleza que se repetían (es necesario mencionar que tenían, por ejemplo, una hermosa nomenclatura para las estaciones que estaba relacionada lingüísticamente con ciertas actitudes: el invierno era La Indiferencia, la primavera El Canto, el verano El Abrazo y el otoño La Tristeza), no había nada en estas repeticiones que les hicieran pensar que los días se repitiesen en ciclos como semanas o meses. De hecho, quizá la costumbre más extravagante de los Bezchaz era el ritual que practicaban los más altos jefes de la tribu todas las madrugadas, en donde decidían el nombre del día que vendría al despuntar el alba. De este modo, los Bezchaz le daban un nombre distinto a cada día de su historia, jamás repitiendo un nombre como no se repetía ningún día.
Es entendible que esta forma de ver el tiempo sea vista como un gran inconveniente para nuestras sociedades actuales y su mañas de productividad y desarrollo, pero el estilo de vida de los Bezchaz les permitía construir una existencia gratificante con esta visión del mundo. Claro que contaban con ciertas ventajas que les permitían pensar así. Aparte de ser un grupo muy reducido de personas (uno de los dos especialistas en los Bezchaz que quedan alegan que esta comunidad nunca sobrepasó el centenar de individuos), tenían un sistema numérico muy efectivo, así que no tenían problema alguno en decir – en su lengua, claro, que es otro objeto de estudio al cual no nos referiremos aquí por cuestiones de espacio y escasa, por no decir nula, información existente  – “nos vemos en ocho días”, y evitaban mencionar, porque no lo sabían aún, el nombre del día en que se verían.

La noción de un día como un espacio de tiempo que no volvería a repetirse jamás permitía a los Bezchaz contemplar cada día de su existencia como único e irrepetible. Carecían de fechas conmemorativas – en realidad, carecían de “fechas”, en el estricto sentido de la palabra – aunque la tribu procuraba, cada cierto tiempo, celebrar la existencia de alguno de sus miembros al menos una vez cada estación. Pero sabían que el día en que nacieron no volvería, y que el día de su muerte sería también un día único e irrepetible. De hecho, quizá su rito más particular era la ceremonia diaria del bautizo del día, en el cual se reunían para decidir qué nombre llevaría el ciclo solar en el cual se encontraban.
De la desaparición de los Bezchaz se sabe aún menos que sobre otras áreas, esto por no admitir que no se sabe absolutamente nada. Su filosofía no se extendió a ninguna de las sociedades aledañas, y llevaron la mayor parte de su existencia con un contacto sumamente limitado con otras culturas. A lo anterior hay que sumarle que se hallaban, se cree, en una región de características geográficas que aún calificaríamos como hostiles e insoportables. Algunos teóricos creen que un suicidio colectivo fue lo que hizo que la tribu dejase de existir, mientras que otros le atribuyen su desaparición a un desastre climático o a conflictos con otros pueblos.

Las pocas representaciones que se tienen de los Bezchaz no provienen de ellos – ya hemos dicho que no dejaron huella alguna en la historia, y luego de leer esto se puede especular que, si lo tuvieron, su registro histórico seguramente nos resultaría tan excéntrico como su visión del tiempo –,  sino de pueblos que les sucedieron mucho después y ocuparon las tierras donde alguna vez habitó esta singular tribu. Se deduce que el impacto de los Bezchaz en sus vecinos no ameritó más que algunas modestas representaciones en pintura y escultura rudimentaria.  Aunque cada representación obedecía a los patrones culturales del pueblo que las creó, hay un elemento en que todas coinciden: todos los Bezchaz son representados con una efusiva y contagiosa sonrisa.


viernes, 16 de diciembre de 2011

Guerra Fragmentada (Vallejada en Si menor)


Explota.
El viejo andar de los espectros que te vieron.
Tirita.
Dulce mirada extinta entre isótopos erráticos.
¿Te veo?
Sentidos perdidos que desmenuzan las ronchas del abismo.
Misión.
Chorro de aceite que devora Camila, hambrienta.
H.
Nombre temido de prisión ardiente.
.
lo que te dije es cierto. Ya no.
Llev
(mancha)


martes, 13 de diciembre de 2011

Los grillos y la brevedad

Le dice un grillo a otro, interrumpiendo su concierto nocturno: "Todo es breve, aunque nos parezca eterno".

Y fueron éstas las únicas palabras humanas que algún grillo pronunció en nuestro mundo.


El Paquete Esperado


Después de días de espera, llegó la caja.

Al principio, la contemplaba con intriga y fascinación: sabía que lo que había deseado por tanto tiempo se encontraba adentro, y de algún modo no estaba listo para abrirla. La llevó a la sala de su casa con mucho cuidado, como si dentro del paquete no hubiese nada protegiendo la fragilidad del contenido. Chequeó las etiquetas, verificando que en efecto – y como si pudiese ser de otro modo – era el paquete esperado. Luego, sus dedos se deslizaron sobre las solapas de la caja, buscando ese punto débil que todos los paquetes tienen, el que permite desentrañar los secretos de su apertura.

Decidió que buscando un cuchillo evitaría dañar la preciada - ¿preciosa? – caja. Desde siempre había procurado mantener las cajas de sus cosas más valoradas en un estado tan inmaculado como la cosa en sí. No concebía el sutil arte de la posesión de objetos de otra manera.

Una parte de su ser intentaba sacar lo antes posible el contenido de la caja; otra se deleitaba con los bordes de cartón, los trocitos de styrofoam, y las envolturas plásticas que arropaban al objeto que estaba dentro. Le sorprendió la ausencia de manuales de instrucciones, no tanto porque no supiese usar el objeto que recibía, sino porque hojear esos instructivos formaba parte de su minucioso ritual de posesión. La nueva experiencia desempaquetadora era tan minimalista como la cosa recibida.

Dudaba sobre qué era exactamente lo que le hacía sentir tanto gusto. Se resistía a verse como un ser manipulable por las argucias del marketing, pero no podía negar que había algo en el pequeño logotipo que le hacía sentir como el invitado de honor de algún spa caribeño, o incluso como el ganador de algún prestigioso premio. Era una recompensa, una señal de la vida que le decía: “aquí tienes esta cosa, para que le encuentres sentido a tu existencia”.

Pero parte de él, una tercera (¿o cuarta, quinta quizá?) sabía que todo era una ilusión. Que la cosa – o las cosas – no iban a darle sentido a nada. Que el objeto y la caja eran absolutamente irrelevantes en el gran esquema de las cosas. Que todo, absolutamente todo, era irrelevante en el gran esquema de las cosas. Incluso el gran esquema de las cosas. Especialmente, insistía esa odiosa parte de su ser, el creer que había un gran esquema de las cosas.

Pero las otras partes silenciaban a la aguafiestas, la amargada, la que no podía darse el gusto de disfrutar de nada. Las otras partes estaban de fiesta, porque habían recibido un objeto anhelado. Un objeto que con el sudor del trabajo llegó por fin a materializarse en el esquema, en su minúsculo, irrelevante, inconsecuente e ínfimo esquema de las cosas que significaban todas las razones que se pueden tener para vivir.

Así, al menos, había sucedido la mayoría de las veces, hasta ésta.

Con el objeto ya en sus manos y todas las menudencias de la caja regadas por doquier, se dejó caer en el piso y se olvidó de todo y de todos, incluso, poco a poco, de lo que quedaba sí mismo. Su ser se seguía deleitando – ¿atormentando? – pensando en cosas, paquetes, envíos y compras; tanto, que al momento de suicidarse no se sentía ya humano, sino otra cosa más en un mundo de comerciales, cajas, logotipos, productos y esquemas irrelevantes.




domingo, 11 de diciembre de 2011

Remodelando

Si bien el abandono de mi taller/hogar/mente/mundo es notorio, me tomé la libertad de hacerle una remodelación de estilo. Ahora tengo unas ventanas que me permiten contemplar las Llanuras de la Nada en mis  cada vez más raros momentos de ocio. Antes no era sino un tragaluz. Sigue el desorden, permanecen los fragmentos desechos. Las remodelaciones al Cachivachero no se deshacen de nada, así que probablemente he ocasionado el nacimiento de más cachivaches. Espero entrar alguna vez - porque aunque he remodelado, no he entrado: no pregunten cómo se remodela un lugar como éste, entre sus inutilidades no hace falta tal explicación - a presentarles algunos más de los innumerables cachivaches que aquí habitan; claro, contando con que no se escondan.

¡Hasta la próxima, que espero sea pronto!

Sin excusas

No puedo justificar el abandono del Cachivachero, pero quizá tampoco el Cachivachero pueda justificar su abandono hacia mí. No se trata de una excusa, pero así mismo me lo advertí en el momento en que abrí este pequeño agujero hacia el desorden de mi mente. Pedirle constancia al Cachivachero - tanto al lugar como a mi persona, pues muchos allegados me han sorprendido llamándome a mí "El Cachivachero" - es atentar contra su propia esencia. No lo controlo, no me controlo; no al nivel que incumbe a los relatos o fragmentos de relatos que aquí se cuentan. He aprendido a aceptarlo, he aprendido a aceptarme. No son excusas, son confesiones de nuestra - mi - esencia.


Advertencia de una gente minúscula

Un trozo de pergamino viejo perdido entre el Cachivachero, escrito por quién sabe quién, quién sabe cuándo:


“No todo lo que hay en la naturaleza está hecho para que el hombre lo sepa, y hay mucho que una vez se supo que ha quedado olvidado; mas no por eso ha dejado de existir, y no es nuestra culpa que los hombres se hayan vuelto ignorantes, esto no evitará que nuestra gente siga influyendo en su Destino...”

Gelmarás, el Gran Rey Duende de la Montaña Gris, en su triste canto de despedida


jueves, 7 de julio de 2011

Encuentro Ideográfico

"Las que conducen y arrastran al mundo no son las máquinas, sino las ideas"
Victor Hugo

Era inútil: la página permanecía en blanco. Quizá en otros tiempos la papelera hubiese estado abarrotada de ideas arrugadas y amorfas, y alguna frase incompleta le contemplaría desde el pedestal de una máquina de escribir. Pero no era así; en su época lo único que sobrevivía de una idea era el fantasma que perdura en la cabeza de quien la escribió, porque el procesador de palabras es un demagogo que repite incesantemente la mentira de que en aquella pantalla en blanco no ha pasado nada, y muestra un espacio pulcro en lugar de un triste cementerio de pensamientos obliterados del plano real.

Salió a fumarse un cigarrillo al balcón, pensando – como siempre – que en realidad sería el cigarrillo quien fumaría un poco de él. ¿Qué importaba? Igual la vida encontraría algún modo de desgastarlo, deteriorarlo: eliminarlo. Entonces, ¿por qué no tener la seguridad – o ilusión – de que incluso en la eventual  visita de un sarcoma pulmonar era él quien tomaba sus decisiones? Aunque, la verdad, ni siquiera él se creía esas excusas baratas. Fumaba, y ya lo había aceptado.

Cuando se alejaba de las letras, sus pensamientos no eran sino ecos de un mundo mecánico. Le daba la impresión, a veces angustiosa, a veces reconfortante, de que cuando sus manos no tamborileaban sobre un teclado, abandonaban su conexión con el etéreo mundo de las ideas y eran solamente útiles para cosas mundanas: agarrar un vaso de whisky, desabrochar un brassiere, tocar un timbre, abrir la puerta del carro o, recientemente, la ya mencionada fumadera.

El caso era que esa noche estaba cansado, cansado de asesinar ideas que no era capaz de completar. Más de una vez se había excusado ante su editora de tener writer’s block (porque el término anglosajón parece ser más glamoroso que admitir que estaba simplemente “bloqueado”, que es también un simple eufemismo para decir que todo lo que brota de su cabeza es una sencillísima mierda), así que no concebía volverse a presentar ante su jamaiquina mentora para solicitarle una prórroga al artículo inexistente que debía ser publicado en aquella pomposa revista literaria.

En el estático aburrimiento de su patio, la vio pasar: una ráfaga púrpura en medio del resplandor indiferente de las luces del estacionamiento. De inmediato le sacudieron memorias inconexas que de algún modo le dieron sentido al momento, pero le abandonaron tan rápidamente como llegaron. Conocía ese color, y también ese aroma que se imponía sobre el penetrante olor a ausencia que tenía la calle donde vivía. ¿Sería ella?

Con una urgencia que no había sentido en casi una década, no creyó tener tiempo suficiente para salir por la puerta del apartamento, así que, luego de despedirse temporalmente del cigarrillo, brincó sin pensarlo la baranda del balcón, y su osadía hizo rechistar a un mapache que no parecía agradecerle el pisotón que le había dado, pero a él no le importó el reproche del mamífero nocturno, y lo ahuyentó haciendo un ruido extraño que quizá significaba algo para aquellas criaturas, porque el animal se retiró sin continuar los insultos que profería en su lengua secreta.

 En la soledad del estacionamiento, se sintió más minúsculo que nunca, como si todas las dimensiones del universo repentinamente le fuesen reveladas, y por tanto su existencia careciera de sentido e importancia.

“Entonces, después de tanta crítica, ahora fumas…” dijo una voz, entre riendo y juzgando.

“Algo hay que hacer. Unos fuman, otros matan…” respondió vagamente, intentando divisar a su interlocutora, aunque sabía muy bien quién era.

“Ese algo, para ti, solía ser escribir…” replicó la voz, con ese doble tono de reprimenda y jocosidad que se negaba a caer en la trampa lastimera que él le ponía.

“Sigo escribiendo, pero en estos días las ideas son escasas. Ya todo está dicho, todo está escrito, ¿qué puedo añadir yo?…”

El purpúreo torbellino surcó el asfalto con gran ímpetu, sacudiéndole la – cada vez más escasa – cabellera, y finalmente materializándose frente a él como lo que era: una mujer apenas más baja que él, de cabellos oscuros, piel de luna y una mirada profunda y achinada que se ocultaba detrás de unos anteojos negros. Vestía una especie de capa (¿o era bufanda?) que le brindaba aquél matiz a sus veloces movimientos. Le regaló una efusiva sonrisa, y él la abrazó con fuerza, momento que se resolvió, inesperadamente, en un doloroso y morado pellizco.

“¿Por qué haces eso?” preguntó riendo, aunque aún adolorido por el repentino ataque, que dolía más en su mente que en su brazo izquierdo.

“Para que dejes de decir estupideces” sentenció con gravedad, adoptando una postura que le otorgaba cierta majestad en el extraño cuadro urbano que componían él, ella y las intrigadas luces del estacionamiento. “El único obstáculo entre las ideas y tu mente eres tú mismo. ¿Acaso no recuerdas cuántas historias solías darme?”

“Eso era antes…”
“¿Antes de qué?”
“Antes de, pues, esto. ¿Crecer, envejecer?”
“¡Ni que tuvieras cien años!”
“Pues, ya parecen… ¿Dónde has estado? Pensé que me habías olvidado…” dijo, entre triste y juguetón.
“El abandono y el olvido son dos cosas muy distintas, pero el último es infinitamente más terrible que el primero” dijo, reflexiva. Luego añadió: “Me preocupa, por cierto, que tú estés empezando a olvidar”.

 Calló por un momento, y admitió: “Quizá sea lo contrario: por más que intente, no puedo olvidar. Vivo en una melancolía que se disfraza de sarcasmo para no paralizarse. Y aún así, me siento paralizado ¡Ya ni escribir un artículo de dos páginas puedo!”

“Quizá ese sea el problema” señaló que no estás hecho para escribir artículos de dos páginas. Yo no sé quién te metió eso en la cabeza. Eso es parte del olvido al que me refiero: has olvidado tus historias, te has refugiado en los vértices de un mundo cuadrado al que no perteneces, y te haces daño al intentar ignorarte”.

“¿Me analizas?” dijo, dándole la espalda. “Eso tampoco es común en ti. Y a mis historias no las abandono; por el contrario, estoy siempre encadenado a ellas. Hace un poco de frío, ¿quieres entrar?”.

“Sí, quiero” dijo, pero añadió rápidamente: “pero no puedo. Estoy trabajando”.

“¿Aquí? Qué casualidad…” dijo, ocultando una tristeza en una irónica incredulidad.

“Ahora sí me sorprendes: nunca creíste en casualidades” indicó ella, sin cambiar su expresión. “Pero sí,            trabajo, y en efecto es un curioso evento que haya tenido que venir aquí, justo aquí”.

“¿Quién es esta vez?” preguntó él, aliviado de poder sacar la conversación del agujero de escrutinios mutuos en la que estaba encerrada.

“En verdad no lo sé” admitió ella, un poco sonreída, “pero le traigo uno de mis favoritos. La señal se vio con mucha claridad: sea quien sea, necesita este libro”.

Sacando de su capa – o bufanda – un morralito de cuero gastado, ella le mostró aquel pequeño volumen que conocía muy bien.

“Ahh, Momo” sonrió, recordándose vestido de camisa azul y leyendo a Michael Ende entre el bullicio de un colegio que se pintaba blanquinegro en su memoria. “Es una gran historia... ¿quién pensaría que en verdad existen los ladrones de tiempo?¿Quién recibirá esta historia, y para qué?”

Ella no le respondió, aunque lucía algo impaciente, y volvió a guardar el libro y a esconder la mochilita dentro de su ropaje púrpura.

“Yo sólo cumplo con dejarles el libro” dijo finalmente, volteándose hacia él. “Lo que concluya cada quien no depende, ni debe depender, de mí ni de nadie. Precisamente por eso me tomo esta misión tan en serio. No te imaginas lo necesitada que está la gente de ser expuesta a estas ideas, las que justamente les permitirán crear las suyas propias. Y cada vez hay menos; te confieso que eso me angustia…”

“No me vayas a pellizcar” dijo él, bromeando un poco, pero no tanto “pero creo que hay menos necesidad de crear nuevas ideas que de conocer las viejas…”

“Bueno, tocaste el fundamento de nuestra misión, de los Ideográficos...” contestó ella, con una mueca escéptica, y añadió: “pero ten cuidado, ese camino es peligroso si te llega a conducir a la resignación. El día que renunciemos a nuestra capacidad de crear, estaremos muertos aunque no lo sepamos, y eso ya te lo había dicho en otra oportunidad”.

“¿Estoy muerto?” preguntó él, quizá sólo para provocarla.

“Pendejo” sentenció ella. “Te voy a decir una cosa: si algún día aparece tu nombre en uno de mis sobres, más te vale que tengas algo que pueda entregarle a ese anónimo destinatario que necesite de tus historias. Esas ideas podrán venir de ti, pero no tienes derecho a impedir su nacimiento, así que déjate de resignaciones y de volteretas existenciales: ponte a escribir”.

Un ruido en la calle impidió que la sonrisa que él iba a esbozar se materializara a plenitud, e hizo lo único necesario para destruir un momento eterno: mirar el reloj.

“Yo también debo seguir mi camino” dijo ella, sin molestarse en saber la hora, como si su medida del tiempo no necesitase de agujas ni números. Le dio un abrazo que evocó más momentos de los que pueden meterse en un segundo, y sin embargo cupieron.

Luego de retirarse la ráfaga púrpura con la misma rapidez con la que vino, volvió a quedar solo. Solo, sin historias, fumando; es decir, tal como había empezado. Se dio cuenta de que su reloj le mentía: al parecer, el encuentro no había ocurrido, al menos no para el caprichoso dueño del tiempo.

“Ahora sí me acomodé” dijo, cascarrabias. “En el psiquiatra voy a terminar, si de paso se me empiezo a inventar pistoladas…”

Decidió caminar un rato antes de sentarse de nuevo frente a la cibernética página en blanco. En ella no pudo verter ni una sola letra referente a la irrelevante historia que le habían encomendado; en su lugar, decidió escribir el encuentro con ella, su vieja amiga, la Ideográfica, como para dejar algún rastro de la visita que, para todos los efectos, nunca se dio.

Poco le importaba cuál sería la reacción de la editora, o si el atrevimiento le costaría su trabajo actual. Ya conseguiría otro. Lo que se dio cuenta aquella noche que no podría conseguir sería más tiempo para terminar sus viejas y polvorientas historias, y se dedicó hasta el amanecer de aquel día hasta el anochecer de su vida a terminarlas, siempre con la esperanza de que una ráfaga púrpura de ojos achinados las necesitase algún día para dejar en la puerta de algún futuro lector.

¿Las terminaría? Quién sabe…


Dedicado a María de los Ángeles Pérez, la Ideográfica, mi amiga.
Julio del 2011


sábado, 28 de mayo de 2011

Despotricando: "Polarización: la guillotina de la Razón"

La serena razón huye de todo extremismo y anhela la prudencia moderada. (Molière)



            No es secreto para nadie que la situación actual de Venezuela se desarrolla entre las oscilaciones de un ruidoso péndulo político que parece estar cobrándole a la nación todo el tiempo que se pasó ignorando los problemas de sus ciudadanos. Tampoco hay que hurgar mucho para darse cuenta que, después de doce años, nuestro gentilicio (o lo que creemos que éste significa) parece estar a punto de reventarse, tal como un retazo de tela que es halado por sus extremos en direcciones opuestas, quizá creyendo que podrá dársele una forma nueva o mejorarse, cuando en realidad sólo producirá su destrucción.

            Es aquí donde conviene tomar muy en cuenta la palabra “extremo”, una que también ha obtenido un papel protagónico en el escenario de la política venezolana, y al que no sería muy descabellado calificar como parte  del “Teatro del Absurdo”. Y es que si bien la política nacional se dibuja a sí misma como una disciplina seria, de personas con trajes que redactan leyes y manifiestos, en la mayor parte de nuestra historia nacional no se ha tratado sino de una fábrica de falacias, esos engañosos caminos irracionales que han formado parte de nuestra historia y que quién sabe si forman parte de la propia esencia del ser humano.

            Las falacias principales que presenta el extremismo se derivan de la conocida expresión “si no estás conmigo estás contra mí”, frase que cercena inmediatamente todo pensamiento que no se ubique en una (y sólo una) de dos posiciones, sin dar espacio a intermedios. No es nada difícil comprobar que esta filosofía plaga la historia humana de una manera más que alarmante, y se ha colado tanto en doctrinas religiosas como sociales, dividiendo a las sociedades en facciones que realmente no provienen del raciocinio de los ciudadanos, sino que acaban instalándose gracias a una constante manipulación de los sentimientos de esa entidad etérea conocida como “pueblo”, cuyo significado cambiará según le convenga al discurso dominante, uno que, volviendo al asunto que nos compete, se vale del extremismo para delimitar claramente un límite que, aunque imaginario, producirá problemas bastante reales.

            Porque sin duda los tiempos de revolución son tiempos de reacciones extremas que se comportan como una suerte de Principio de Arquímedes (ése que cuando lo descubrió exclamó ¡Eureka!), pues tarde o temprano la masa descontenta y marginada de un país lo empujará con una fuerza igual o mayor a su propio peso. Es decir, que los períodos de “calma” de la realidad social venezolana no son sino los momentos previos al empuje de un sector de la sociedad que ha sido excluido (o sumergido, para continuar la analogía arquimidesca) y que sólo ejerce su derecho natural a rebelarse. Así lo hicieron en su momento los llamados “blancos criollos” (grupo al cual pertenecieron muchos de nuestros idolatrados próceres, incluyendo al tan estatuado pero nunca demasiado analizado Simón Bolívar) contra una corona que los oprimía, y también se vio este fenómeno con la expulsión de numerosos presidentes que fueron derrocados durante la Guerra Federal por las mismas gentes que intentaban oprimir, por dar algunos ejemplos que se podrían extender (y de hecho lo hacen) hasta nuestros días.  

Entonces, si seguimos el principio lógico de este precepto, mientras mayor sea el “peso” de la masa social marginada, mayor será su potencial reacción en el momento de producirse el “chispazo” revolucionario, ¿cierto? Pero son pocos los que entienden esto, y asumen que los procesos de cambio de una nación son generados instantáneamente, por quién sabe qué fuerza picaresca que no tiene otro objetivo que incomodarnos. Hay muy pocas ganas de ponerse a analizar la verdad del asunto, porque la comodidad es uno de los grandes atractivos de la polarización falaz: simplemente se odia al que piense distinto.

Ahora bien, aclarado el punto anterior, creo propicio volver al asunto de los extremos, que es el término que nos atañe. Ya he dicho que estamos en tiempos de revolución (tomando para esta afirmación el simple hecho de que dos realidades sociales han chocado y están en constante batalla), y en situaciones como la nuestra los pueblos parecen decantarse por posiciones antagónicas y excluyentes de sí mismas, al punto de que si una porción de la sociedad dice “blanco”, la otra no dudará en decir “negro”, incluso antes de ponderar en qué ha motivado su respuesta. Porque si algo es cierto es que a la humanidad le gustan las dualidades, y para todo fenómeno parece encontrar su opuesto directo, desde el Cielo y el Infierno, Dios y el Diablo, el día y la noche, la Luna y el Sol, y muchos más, como la izquierda y la derecha.

¡Cuán oportuna la anterior enumeración de fuerzas opuestas, que me ha traído justo adonde pensaba ir! Porque hoy día resuena en el escenario sociopolítico esta dualidad más que ninguna otra: la de la “izquierda” contra la “derecha”, dualidad que, para variar, es indicativa de nuestro atraso con respecto a las volteretas que ha dado el mundo, pues no solamente son términos que se originaron en tiempos de la revolución francesa, sino que la Guerra Fría se acaba, y salimos los venezolanos al galope a recrear nuestra pequeña versión (sin los actores principales ni conocimiento del origen del término), porque dizque nos perdimos la función.

En fin, a lo que vamos: el “pueblo” (término etéreo y engañoso por demás, del cual espero hablarles en otra oportunidad) se ha dado a la tarea de enfranelarse de acuerdo con el extremo que encaja mejor con sus ideales, y como si de un recalcitrante fanatismo deportivo se tratase, no dudan en dejar soltar su repudio por lo que asumen que es el pensamiento contrario, uno que no se molestan en analizar ni mucho menos comprender, pues no está en las reglas del extremismo el contemplar al que piensa distinto a él de otro modo que un adversario. Un enemigo. Una fuerza que hay que eliminar. Una opinión que no debe salir a la luz. Una voz que no debe escucharse. Y otras variaciones sobre el mismo tema.

Quizá lo más grave acerca de la polarización, como se ha podido (espero) ver en lo escrito anteriormente, es que con mucha facilidad puede su acusador convertirse en quien la esgrime. El primer paso hacia la polarización extremista radica, en mi opinión, en la imposibilidad de ver al “contrario” como el “otro”. Es decir: un extremista no posee la empatía necesaria para reconocer que lo que define como realidad no es sino un  fragmento de una totalidad compuesta de muchas realidades, y aún así cree que toda opinión distinta a la de él está sencillamente errada. Tal conducta motiva generalmente en su interlocutor (y de nuevo uso el ejemplo de Arquímedes) una fuerza de igual magnitud pero de sentido contrario, empezando el “round” de la polarización.

Con esto se cae en un círculo vicioso de falacias y descalificativos que nos llevan al sendero de ninguna parte, siendo, por ejemplo, el chavista un “niche ignorante” y el opositor un “pitiyanqui sifrino” (por nombrar algunos de los más populares peyorativos), ensanchando aún más la grieta que ha dividido al país, no desde hace doce, sino desde hace más de cincuenta años, y quién sabe si hasta unos cuantos siglos, desde que nos volvimos – muy discutiblemente – independientes.

Ah, sí, porque la primera inocentada es la de creer que esto se produjo de la noche a la mañana. No, estimados, las explosiones sociales pueden dar la impresión de originarse instantáneamente, pero la presión que las origina toma mucho tiempo en acumularse. Tiempo en el cual, en el caso de Venezuela, de no haber sido presa del franelismo demagogo (sí, ese que sumió a la política en tres o cuatro consignas, una cancioncita, una franela y una promesa) el país pudo haber atacado los problemas a tiempo. Si bien estoy completamente de acuerdo en que hay que “educar al pueblo”, quisiera recordarles que eso que llaman “el pueblo” no es más que la TOTALIDAD (y me permito el uso indiscriminado de mayúsculas gritonas para enfatizar mi punto) de una nación, y no ninguna de las abstracciones etéreas que se le han dado con el objeto de convertirlo en otra de las muchas falacias políticas. “Fulano está con el pueblo” se lee por ahí, aludiendo a que quién no esté con Fulano simplemente no es del pueblo; es decir, otra argucia más del extremismo político en aniquilar el respeto hacia el otro.

Aprovecho de preguntarle a un grupo de gente que me pasa por enfrente para ver qué le parece lo que he dicho hasta ahora. Me aproximo a cada uno de ellos con las paginitas de este escrito y una señora me contesta: “Así es, hijo, en eso nos tiene este régimen en el que vivimos. Estos monos se han dado a la tarea de dividir al país”. “Momento: párese ahí” le digo. “Sí, usted, la que usó el adjetivo simiesco. ¿Se ha dado cuenta usted que al criticar al contrario puede caer fácilmente en la trampa de la polarización, recurriendo a las generalizaciones e insultos de quien usted critica?” La señora, algo irritada por haberle señalado su error, contesta: “Ay, mijito, ¿y qué quiere usted que yo haga? Ya esto se lo llevó quien lo trajo. Si aquí hubiese un gobierno de derecha, las cosas serían distintas”. Y sin darme más tiempo para conversar con ella, sacude su cartera y se retira de la sala, murmurando algo sobre los “Ni-Ni”.

Sí, lo anterior es una dramatización, pero como muchas películas está “basada en hechos reales”, y si quieren pruebas revisen los foros de los sitios de noticias más populares del país, o la misma red de Twitter: muchos “patriotas” que alegan querer una Venezuela libre, de esos que citan las frases de Churchill en contra del socialismo aunque no sepan bien de qué va lo uno o lo otro, se comportan de manera tan intransigente como el propio extremo que critican. ¡Y ay del que se digne a señalarles su error! Ya conocen cómo llaman en Venezuela al que no está NI con el gobierno NI con la oposición (y si no saben, la pista está en las letras mayúsculas), y tal es la polarización actual que el hecho de no elegir bando se ha igualado con ser un traidor a la patria o alguna de esas cosas.

Ahora bien, estoy seguro de que al que le presenten un dilema como: “En el barrio donde usted vive estaremos en guerra pronto, y tiene que elegir un bando. ¿Desea usted ser del grupo de los Imbéciles o prefiere ser del grupo de los Idiotas?” reconocerá que tiene que haber otra opción, algo con lo cual pueda sentirse identificado. A lo que el promotor de semejantes opciones contestará: “No, mi estimado amigo, verá usted, corren tiempos en que usted debe ser o lo uno o lo otro. Elija, pues: ¿Imbécil o Idiota?”. Como difícilmente una persona accede voluntariamente a definirse como imbécil o idiota, ese hipotético personaje se daría cuenta de lo absurdo, injusto y dañino de la vieja falacia de la polarización, una que pretende reducir todo a una dualidad absurda, y lo que es peor, una dualidad cuya aspiración final es convertirse en una suerte de monismo, pues en feroz dialéctica sueña con el monopolio total de los puntos de vista. Los promotores de la polarización con frecuencia terminan su acto sacudiendo los hombros de su clientela y gritando desaforadamente cosas que al final pueden traducirse como: “¡Al diablo el pensamiento crítico, la tolerancia y el sentido común! ¡Elija un bando, carajo!”, a lo que muchas veces (más de las que creen) las masas aplauden y celebran, calificando como palabras de liderazgo y cantando alguna canción proselitista.

Mientras se ocupa dándole continuidad a esta bochornosa situación, el pueblo no se da cuenta de que camina hacia su desgracia; y sí, me tomo la libertad de usar esta expresión fatalista porque creo que el momento lo amerita. He dicho algunas veces que en esto de la dialéctica suena muy bonito aquello del ojo por ojo solamente hasta que termina uno tuerto. Y si bien el pueblo venezolano está ciego, creo que aún hay tiempo de abrir los ojos antes de que sean devorados por los cuervos extremistas que con sus graznidos guían al país hasta ese ingenioso y cruel aparato que alguna vez se encargó de cortar cabezas y hoy ha sido modificado para extirpar la razón de ellas. Y he aquí entonces que termino advirtiéndoles que, de hecho, la polarización es la guillotina de la razón. ¿Qué dicen? ¿Se dejarán decapitar, o recapacitarán antes de verle los ojos al verdugo? 

miércoles, 6 de abril de 2011

Verdades de Arrabal

La primera vez que escuché ese tango lo hice en un oscuro jardín acompañado de familiares que hace mucho que no veo, de voz de un voluminoso bonachón que también fue sacado de la vida por los caprichos del universo. No comprendía su significado (¿cómo iba a hacerlo?), pero algunas palabras quedaron tatuadas en mi mente, como esos jeroglíficos que nadie entiende y que sin embargo han resistido el paso de los siglos. La melancolía disfrazada de indiferencia, palabras cuyo significado real era adormecido por unos acordes de solemnidad y sorna, todo eso me cautivó de esa melodía de fuelles refunfuñones que exclamaban “no esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor”. 

Era absurdo, después de todo, que aquellas palabras tuviesen una conexión con la realidad. ¿Cómo podía alguien decir la verdad cuando afirmaba “verás que todo es mentira, verás que nada es amor”? Claro, ha pasado mucho tiempo desde aquel oscuro domingo (¿O era lunes? ¡Qué sé yo!) y he perdido mis anteojos de inocencia, esos que me permitían curar la miopía de la soledad. Son ocasiones en que, manejando por la autopista de la existencia, me es inevitable voltear al tan inútil retrovisor del pasado y me gustaría encontrar un modo de regresar. ¿Para qué? No crean que para algo particularmente determinante o útil. En realidad lo único que haría es disfrutar de la misma velada, ahora entendiendo la desafiante verdad de los tangos y quizá solicitarle alguno en particular (se me ocurre “Cambalache”) a aquel personaje que, entre risas despreocupadas y las sombras de una noche indulgente, no tenía idea (¿o quizá sí?) de que su vida no sería tan larga como pudo haber querido.

¿El significado de este relato? Ninguno, probablemente. Después de todo, pretender que la existencia tiene algún significado ha sido la primera gran mentira que nos han hecho tragar. Pero como dice el mismo tango: "Al mundo nada le importa", y eso sí que es una gran verdad.


domingo, 6 de febrero de 2011

Despertares

Despertó, y cuando lo hizo, era de nuevo un niño de siete años.

Unas voces conocidas lo levantaban con apuro para que no perdiera el autobús escolar. Desconcertado, notó cómo su habitación retenía ese olor que por años trataría de identificar, sin éxito. Contempló la ventana, por donde se asomaba el canto de los pájaros que lo había despertado todos los días de su infancia, siempre unido a la desafinada y metálica queja de la puerta del estacionamiento, a la cual recordaría más tarde con más cariño que a los necios pájaros madrugones, a los que detestaría por siempre. Vio sorprendido sus manos, pequeñas y libres de angustia, con las que creía poder materializar cada uno de sus sueños. Permanecía sentado en la cama, aunque ya eran casi las seis y veinte, y entonces su padre entró a la habitación.

Su padre, cuyo rostro aún tenía esa mueca de severidad fingida que nunca ocultó por completo su complicidad, se acercó y lo arrancó de las sábanas, alzándolo por la habitación, provocando risas cuyo eco se adormecería con el paso de los años. Aterrizó de nuevo con una felicidad inexplicable, y con rapidez se puso el uniforme: una camisita blanca que lucía en el bolsillo izquierdo la insignia de su escuela (una que recordaría después como “el sello viejo”, pues cambiaría un par de veces en el transcurso de su formación académica), unos jeans y unos zapatos Reebok que para entonces consideraba la cosa más cómoda que pudiese ponerse en un pie, aunque no se molestara mucho en amarrarles bien las trenzas, distracción que lo perseguiría hasta entrada su edad adulta.

Salió de su habitación y contempló el pasillo que lo llevaba al baño, y se extrañó de ver sus dimensiones multiplicadas. Juraba que era más pequeño, lo cual no era raro, pues en su adolescencia lo atravesaría con tres zancadas. Al entrar al baño vio el pequeño taburete que lo ayudaba a elevarse hasta una altura que le permitiera verse en el espejo, y allí de nuevo vio un rostro conocido: el suyo. Sonrió con comicidad y reveló una cadena de pequeños dientes de leche, los cuales cepilló con fuerza y maña, como le enseñaría su primo el ortodoncista, siete u ocho años más tarde. Hizo lo que pudo para cepillar con fuerza la mata incontrolable que tenía por cabello, y le impresionó que no se le cayeran pequeños pelitos al hacerlo.

Salió del baño y abrió la chillona puerta que separaba la sala de las habitaciones, y pudo ver a su madre acercarse con toda su porcelanesca sonrisa para acomodarle su uniforme, porque siempre había algún detalle que enderezar, quizá alguna trabilla del cinturón que se le había olvidado. Tomó su morral de Los Simpsons y una lonchera sin dibujos particulares que había decorado con calcomanías de personajes que recordaría por más tiempo de lo que esperaba. Preguntó con una tímida curiosidad que si podía despedirse de su hermanita recién nacida, pero como había pasado una noche muy larga llena de llanto y cólicos, le dijeron que mejor esperase al mediodía para saludarla. Un par de abrazos, la bendición, y volando salió del apartamento, rumbo a la planta baja, contando cada escalón y compitiendo contra sí mismo, costumbre que con el tiempo se transformaría en uno de sus peores tormentos.

La planta baja del edificio lucía tal y como quedaría tatuada en su memoria: una sala ancha en la cual se encontraban varios caminos. Uno de ellos llevaba al estacionamiento a través de un largo pasillo de maleteros; el otro, directamente opuesto al anterior, era más corto y terminaba con el salón de fiesta. Hacia atrás estaban los ascensores, los cuales evitaría usar por mucho tiempo después de las frecuentes fallas eléctricas (aunque afortunadamente vivía en el primer piso), y hacia adelante una pared de vidrio que conducía hacia el porche y los intercomunicadores. Allí era donde se unía a sus amigos para esperar al autobús.

Los pudo ver: la silueta desgarbada de Alberto, al que la esposa del chofer confundiría - nunca pudo explicarse por qué -  varias veces con él, y que trabajaría en la biblioteca del colegio por muchos años luego de haberse graduado. Vio también el morral fucsia de la risueña Noemí, a quien llamaban Mimí, la que sería una de sus primeras amigas en quedar embarazada en la adolescencia. También vio la corpulenta masa del gentil Josué, hermano de Mimí, al que recordaría cada vez que comiese tacos mexicanos. Esos tres compañeros esperaban al “Transporte #1”, que los llevaba al colegio y sería conducido por el mismo chofer, Alí,  por mucho tiempo después de que él se graduase del colegio y emigrase del país.

Se subió al autobús dando un saludo soñoliento y casi inteligible, y se sentó en la penúltima fila. Había que aprovechar esos puestos, porque a la hora de la salida le era casi imposible sentarse en ellos. Los asientos de cuero rojo estaban más nuevos de lo que él recordaba, y pudo ver decenas de soñolientas caras que con el tiempo habría de olvidar. Algunos conversaban acerca de cómo pasar el quinto mundo de Mario Bros. 3, y otros, los mayorcitos, aprovechaban el tiempo para repasar sus notas. Él veía abstraído la ventana, no por evitar ser sociable con sus compañeros, sino por estar saturado de imágenes que si bien le eran comunes, aquel día tenían un peso y un impacto especiales. El trayecto permanecía tal y como lo recordaría con el paso de los años.

El edificio del colegio se alzaba imponente al final de la empinada calle, aún coronada por el viejo autocine que le dio su nombre. Al bajarse del autobús, volteó con disimulo al sitio donde colgaban los carteles de las películas, y comprobó que ya Chucky no le daba miedo alguno. ¿Cómo iba a dárselo? si en el futuro saldrían innumerables secuelas de ese ridículo filme. Entró al patio central del colegio, y mientras todos los estudiantes cantaban mecánicamente el himno, se esforzaba por detallar las caras de sus amigos y amigas, algunos de los cuales no habrían de cambiar mucho en su camino a la adultez, y otros cuyo rostro en nada se parecería al “producto final”. Pero lo que en verdad le causó gracia fue ver a tantas maestras que al cabo de los años dejaría de respetar por completo fingiendo una solemnidad plástica al escuchar las notas patrias. Intentaba ocultar sus carcajadas detrás de una sonrisita que, a decir verdad, hasta a él le parecía un poco ridícula.

Subieron al salón con el caos típico de aquellos días, precedido por el ensordecedor berrinche del timbre. Pensó, como otras tantas veces, que el sentido pedagógico de algunos planteles tenía forzosamente que provenir de los directores de Auschwitz, y también rió un poco para sí mismo al pensar lo extraño que era que un estudiante de siete años tuviese tal punto de referencia. Decidió guardarse sus referencias a historia y filosofía y hacer lo posible por actuar de acuerdo a su edad, actitud que, a decir verdad, siempre había tenido.

Las primeras clases fueron increíblemente tediosas, pero la compañía de sus amigos (y los que habrían de convertirse en) representaba una gran distracción en medio de la monotonía del método Palmer, el Himno al Árbol y una explicación bastante superficial del Ciclo del Agua. Afortunadamente siempre encontraba tiempo para hablar un poco (en voz baja) acerca de Las Tortugas Ninja, los juegos de Nintendo e incluso intercambiar barajitas clandestinamente, arriesgando un potencial chillido de la maestra de turno.

A la hora del recreo, hizo una larga y ruidosa fila para disfrutar de una empanada y un jugo de parchita por veinte bolívares, y le hizo gracia el ver a su amigo Wilmer, “el chino”, comprar con un billete de cien y gastarse casi todo el cambio en pequeños (y deliciosos) caramelos “Zoo”. Luego de comer, aprovechó el resto del tiempo para jugar en el “patio exterior” algo que su amigo Martín había inventado, un juego con reglas bastante triviales y mutables que llamaban “El Carcelero”.

Se encontró con algunos compañeros de otra sección, pero sintió algo distinto al verlos, un pequeño punzón en el estómago que lo abrumaba con tristeza. ¿Cómo podía preparar al juguetón Rodolfo para la muerte de su hermano mayor? ¿Sabría el pequeño Federico todo el sufrimiento que le traería la separación de sus padres, y su posterior encuentro con el crimen en un largo secuestro? Como aún no se conocían, no servía de nada acercárseles con el propósito de advertirles nada. Si algo sabía, era que al tiempo había que respetarle sus caprichos.

El mediodía llegó más rápido de lo que pudo haber esperado - y de lo que solía pasar - y se encontraba de nuevo en el Transporte Uno de regreso a casa. Y si aquel amarillento y ruidoso autobús tenía más de carro fúnebre que de escolar por la mañana, al mediodía era el más caótico concierto de sueños infantiles, materializados entre gritos, risas e hidratados con "chupi-chupis" para soportar el calor que precedía a la hora del almuerzo. Divisó por la ventana la fachada de su edificio, ése que tenía los "balcones torcidos" en un zigzagueante delirio arquitectónico que le daba a cada apartamento una distribución distinta.

Al despedirse de sus tres vecinos (que siempre se burlaban de su reticencia a montarse en el ascensor), corrió por las escaleras hasta llegar al apartamento número 13, que crearía en su edad adulta una tonta superstición de que aquél era, en efecto, su número de la suerte. Allí lo esperaban sus padres y su pequeña (y nueva) hermanita, en una armonía familiar que a los siete años nadie está en capacidad de valorar, pero que con el tiempo se vuelve el más claro símbolo de la felicidad.

Comió gustosamente, para sorpresa de su madre, ya que normalmente no le gustaban mucho las lentejas, y es que pasarían algunos años antes de que desarrollara un paladar para los granos. En pleno almuerzo, el teléfono interrumpió el acto de la ingesta, y se apresuró él a contestarlo (tanto para evitar que su papá o su mamá se parasen como para satisfacer la curiosidad de quién podría ser). Lo sacudió una ola de risas y cosas buenas cuando escuchó la voz de su abuela, que lo saludaba con una voz que le reconfortaba casi tanto como un abrazo. Su madre, al darse cuenta de quién llamaba, se apresuró en quitarle el auricular y conversó brevemente con ella. “Tu abuela viene el viernes a quedarse una semana” le dijo su madre después de colgar, generando una enorme sonrisa en su rostro, y un poquito de desdén en el de su padre.

Cuando ya habían terminado de comer y sus padres hacían la siesta, se sentó en el sofá del balcón y no le interesaba tanto la comiquita que sonaba en el televisor como la calle, la montaña y los mínimos ruidos que sólo recuerda aquél que sucumbe ante la nostalgia. Estaba allí, en su casa, en momentos de indescriptible y pura alegría. Y quizá tanta alegría no pueda ser soportada por un cuerpo de siete años, porque en el sofá del balcón se quedó dormido, pensando en su colegio, sus amigos, su hermanita y esperando ansioso la visita de su abuela, acaso la única que podría entender la singular situación en la cual se encontraba.

Extasiado de tanta felicidad, supo brevemente que nunca había conciliado un sueño tan profundo, pero pronto resolvió que en aquel momento le era más valioso estar despierto que dormido, así que decidió usar todas sus fuerzas para salir de esa siesta lo antes posible. Y allí fue que comprobó la triste realidad.

Despertó, y cuando lo hizo, era de nuevo un hombre de veintiséis años.





jueves, 27 de enero de 2011

El exilio de los Selenitas


Pocos lo saben, pero los últimos hallazgos científicos demuestran que hubo una vez en nuestra luna una gente mucho más civilizada que nosotros. Lo que es más: este grupo de individuos vivía allí mucho antes de que apareciéramos por aquí. Esta gente, a quienes nosotros llamaríamos “selenitas” (por nuestra nomenclatura que se niega a despegarse del griego), observó por algún tiempo el desarrollo de nuestro joven planeta y manifestaban una gran esperanza porque en La Madre (como llamaban a nuestra Tierra) se desarrollara una cultura hermana que, tal cual ambas orbes cósmicas, girase en simbiótica armonía con la de ellos. De más está decir que esto no sucedió, y aunque suene redundante, se debe mencionar que muy poco en realidad es lo que se sabe de esta gente, porque lo que los expertos sugieren es que en el momento de alzarse el primer hombre en su bípeda aventura, este pueblo de la Luna empacó toda su civilización y se fue lejos, hasta quién sabe qué confines de esta o alguna otra galaxia.

Cuentan los pocos documentos (hallados en profundos cráteres y sorprendentemente escritos en una lengua que, aunque totalmente diferente a las de acá, se entiende sin mayor problema por lo que los estudiosos han definido como “semántica del subconsciente”) que era la Luna un lugar muy distinto al que es ahora. Algo que vale la pena mencionar es el hecho de que los selenitas, quienes no parecen haber sido muy diferentes biológicamente a nosotros, habían logrado crear una atmósfera artificial, ya que sus medios de producción, a diferencia de los nuestros, exhalaban aire limpio y respirable. Todos sus desechos eran sintetizados de modo tal que no tuviesen que esperar siglos (o milenios) para biodegradarse, y todo aquello que podría poner en riesgo el equilibrio de su mundo era enviado directamente al Sol. De hecho, su carrera espacial fue creada, más que por la curiosidad por el universo, por su aversión a lo contaminante y lo tóxico.

La existencia de estos seres no deja de ser un misterio del cual poco será lo que podremos descubrir, pero también explica mucho acerca de la manera en que se “aceleró” el progreso tecnológico de la humanidad. Y es que según los expertos selenistas (que son -hasta ahora- tres) hubo entre los pobladores de la Luna quienes se dedicaron, pese a la ordenanza general de no acercarse a La Madre, a enseñar a nuestros simiescos ancestros cosas prácticas que permitieran su supervivencia, como el fuego, la rueda, y otras rudimentarias e inofensivas tecnologías.

Sin embargo, se cree que “el gran descontento” (término usado para referirse a la separación y repudio total de los selenitas a nuestra especie) vino cuando observaron que lo que habían ofrecido desinteresadamente a la humanidad había servido para que los primeros hombres ejercieran lo más terrible de su instinto: quemaban, saqueaban, creaban proyectiles redondos; hacían las cosas más impensables con las artes aprendidas. Incluso los hermosos templos triangulares que habían erigido para recibir a los selenitas en distintas partes del mundo se habían convertido en lugares de sacrificios absurdos y violencia disfrazada de ritual. Fue allí cuando los selenitas comprendieron que ese indefenso y peludo ser jamás podría comprender lo que era vivir en armonía, y que si los selenitas seguían ayudándolos, bien podrían dar significado a una palabra que ni siquiera existía en su idioma, y que sin embargo existe en todas las lenguas humanas: la guerra.

Y fue así que decidieron irse, pues no podían arriesgarse a vivir con tan impredecibles vecinos. La Luna quedó vacía, como si en cada uno de sus cráteres no hubiese habido nunca un soporte hidráulico para las grandes ciudades flotantes donde vivían los selenitas. Y cuando recogieron su gente, su cultura y su atmósfera no podemos saber qué sintieron, si alivio o tristeza, porque los sentimientos selenitas no son fáciles de entender por nuestras aún rudimentarias artes. Lo que sí dejaron claro era que aún entre ellos había quienes tenían la esperanza que los conocimientos que habían dejado junto a la humanidad podrían a su vez ser su salvación, pero eran muy pocos los que así lo creían.

Y en una noche donde en la Tierra los hombres estaban muy ocupados viendo hacia abajo, los selenitas se fueron para siempre de la Luna. Pero, según los tres expertos en el tema, hay indicios de que aún nos siguen observando. Y es que cada cierto tiempo, cuando ocurre un eclipse lunar y nuestro satélite se opaca de un rojo melancólico, se asoman unas pequeñas camaritas que dejaron instaladas para tomar una especie de fotografía (el lenguaje humano es aún muy limitado para referir con exactitud el término selenita) de cada rincón del planeta y chequear nuestro estado de vez en cuando.

¿Regresarán algún día? Nadie lo puede saber. Pero como lo comprobamos en 1969, la Luna sigue siendo un lugar desierto, como el resto de este rincón del universo en donde parece que nadie quiere acercarse. Y nosotros seguimos aquí, utilizando la sabiduría cósmica para nuestras necedades terrenales.

martes, 18 de enero de 2011

Entrando al Cachivachero

Pocos lo saben, pero este polvoriento lugar lleno de artilugios fantásticos, personajes anónimos, críticas fabuladas y memorias peregrinas no es lo que podría considerarse "de acceso libre". Sí, suelo referime a él como "mi cachivachero", y en verdad soy el único que se pone a registrar sus cajones con el ideal de mostrarles algún que otro objeto de los que aquí pernoctan, pero lo cierto es que el propio lugar (o quizá las criaturas que lo componen) parece a veces resistirse que lo pise muy seguido. De más está decir que el Cachivachero no tiene la menor idea de que es un blog, y aún tiene un poco de ático polvoriento e incluso otro tanto de sótano misterioso, pues ciertamente es un lugar que podría estar arriba o abajo de mi propia mente.

¿Que cómo es posible que el Cachivachero, estando dentro de mi mente, sea un lugar que se resista a mi presencia? Eso también tiene una explicación, una que creo pertinente dar ahora que yo mismo la he encontrado, después de una desesperada búsqueda. Y debo empezar por decir que como toda estancia en alguna casa o edificio, el Cachivachero tiene una puerta, una de la que sólo yo tengo la llave, y me fue dada cuando nací, quizá señalando que yo sería el guardián de tanta inutilidad. Les reitero que el hecho de que ustedes puedan verlo no quiere decir necesariamente que están dentro de él, sino más bien que lo observan desde una ventana que yo he puesto a su disposición. En fin, continuemos.

La puerta del Cachivachero es tan rústica y rimbombante como él, aunque no sé de qué árbol provenga la madera de la que fue tallada, porque aunque me atrevería a decir que es de algarrobo, quizá sea el barniz el que traiciona su apariencia. Pero esa puerta, crujiente y vieja, no es lo más importante acerca de la entrada al Cachivachero, sino más bien su cerradura, que aunque a simple vista parezca la de algún monasterio medieval, en efecto es ella misma también un cachivache muy particular.

Oxidada y antipática, la cerradura que permite abrir la puerta del Cachivachero tiene la cualidad (me gustaría decir única, pero estoy seguro de que en alguna otra dimensión esto es cosa muy normal) de cambiar a su antojo, poniendo en aprietos a la cansada llave (y a este servidor) cada vez que queremos entrar al mar de cajones que habita adentro. Un día, por ejemplo, puede representarse con la sencillez de una cerradura tradicional, y otro día puede esta cerradura tener grabado un águila bicéfala que no deja de carcajear cuando se introduce la llave equivocada, y sólo cuando ésta ha adoptado a su vez la forma exacta es que esa ave burlona despliega sus alas y permite que la puerta cruja con su polvorienta melodía.

Y sí, la llave también pertenece a esta misma estirpe de objetos que cambian a su antojo, aunque más bien en este caso debería decir "a capricho" de otros objetos. Una vez la llave me susurró que estaba harta de obedecer las necedades de esa cerradura, y que si no fuera por mí, hace tiempo que se hubiese escurrido de mi bolsillo para reposar en las profundidades de alguna alcantarilla o hueco de ascensor; ya saben, esos lugares que tanto les gustan a las llaves. Agradecí en el alma que fuese una llave tan fiel, ya que me han tocado otras que muy poco llevan de tan honorable adjetivo.

Hasta ahora no les puede parecer gran cosa el asunto: una cerradura que adopta diversas formas y una llave que se ajusta a ella. Pero es que ustedes no han ponderado en el hecho de que pueden pasar días, semanas, e incluso meses, antes de que mi fiel llave haya logrado no sólo analizar el mecanismo de la nueva forma de la cerradura, sino cambiado su forma de manera tal que su fisionomía produzca el ansiado cosquilleo que anhelan todas las cerraduras y que produce la apertura de una puerta.

En esto se me han pasado los meses, que no han estado exentos de angustia y tristeza de no poder mostrarles nuevos cachivaches, en la eterna espera que precede al olor de páginas solemnes y del sabio polvo de mis recuerdos, ése que permite que mi mente no sea una oficina minimalista y cuadrada, y que a cada momento del día quisiera visitar. Por ahora, lo he logrado: he entrado de nuevo al Cachivachero. ¿Cuándo le dará a la caprichosa cerradura por cambiar? No lo sé; nunca lo he sabido. Pero mientras tanto, intentaré mostrarles cuantos cachivaches me sea posible, no vaya a ser que la fidelidad de mi llave quiera también irse de vacaciones.

Bienvenidos, una vez más, a mi Cachivachero (que es también de mis cachivaches, por supuesto).